jueves, 24 de mayo de 2018

Una Guerra Perdida o la maestría escritural de un regiomontano



Reseña escrita por Daniel Baruc Espinal Rivera.

A Juan Ricardo Martínez Ávila lo conocí en la década de los noventas, en la Casa de la Cultura de Monterrey, cuando la SOGEM tuvo a bien abrir una filial de su “Escuela de Escritores” en la capital del estado de Nuevo León. Tal escuela fue, a todas luces, una experiencia enriquecedora, una experiencia en la que participaron muchos jóvenes, hombres y mujeres, residentes en la ciudad de Monterrey y en sus municipios vecinos.

En ese tiempo yo también era joven, tendría a lo sumo 30 años. De ese tiempo conservo a muchos amigos muy valiosos, aunque algunos otros, entrañables, ya han muerto.

Algunos de aquellos jóvenes que participaron de la “Escuela de Escritores” de la SOGEM, con el devenir del tiempo hicieron de la literatura una experiencia marginal en sus vidas, la redujeron a una buena experiencia de juventud, algo interesante para contarse a los nietos; pero otros han seguido trabajando diligentemente, luchando día a día y cuerpo a cuerpo con la literatura, como Jacob luchó con Dios a los pies de la escalera celestial; y estos últimos, como era de esperarse, han logrado destacar en el campo de las letras.

De ese entrañable grupo de la Escuela de Escritores recuerdo de una manera especial a la inteligente Gloria Balleza (fallecida a causa del cáncer hace ya unos años), al gran escritor de estilo rulfiano Zacarías Jiménez (también fallecido hace un par de años), a la poeta Lucía Yépez, y al escritor que hoy nos ocupa, el estimado Juan Ricardo (J.R. M. Ávila), uno de los que han ido sobresaliendo con paso firme, y sobre todo a contracorriente.

Desde sus primeros cuentos Juan Ricardo mostró mucha habilidad narrativa, habilidad que fue puliendo con la práctica. Luego, del género del cuento migró a la novela. Y el año pasado nos ha sorprendido con una deliciosa novela histórica llamada “La Guerra Perdida”. Digo deliciosa porque “mi yo lector” disfrutó esta novela muchísimo, gracias a la fluida y algunas veces hasta poética narración del autor. Y eso a pesar de no ser una historia lineal, o quizás precisamente por eso.

Me encantó la manera en que Juan Ricardo Martínez Ávila se arriesgó a contar la historia a partir de cartas, diarios, crónicas de las batallas, bandos del ejército invasor, puntos de vistas de los invasores, cartas de un soldado a su hermano en Estados Unidos, pero sobre todo a través de la mirada atónita y desamparada de los personajes de los pueblos y municipios cercanos a Monterrey, la metrópoli, poblados a donde iba el invasor a saquear los graneros, dejar vacíos los establos, violar a las mujeres delante de sus esposos, hijos y hermanos, y asesinar a los hombres que se oponían a tan degradantes hechos.

El autor ha sido capaz de transmitirnos el ambiente de frustración, tristeza enorme y desamparo total que tuvo que acompañar ese momento histórico de México. Ese periodo histórico es conocido como la “Guerra del 47”, pero se extiende del 1846 al 1848 y es el tiempo de la invasión de los ejércitos expansionistas norteamericanos a México, su vecino sureño. No solamente afectó al norte, pues los invasores bombardearon Veracruz y ocuparon la ciudad capital, pero en el norte del país se esmeraron en sus notas de crueldad y fue notorio su impacto en los estados de Nuevo León, Chihuahua, San Luis Potosí, Tamaulipas y Coahuila. Esos pueblos no podían esperar ninguna ayuda de nadie pues en todo México se peleaba contra el invasor y reinaba la idea de que cada quien debía rascarse con sus propias uñas. El caos era generalizado, y el miedo también. Y como en toda guerra, las mujeres llevaron la peor parte.

Para mí que, como extranjero, hijo del Caribe, llegué a Nuevo León (a Monterrey, específicamente) y que conocí paulatinamente algunos de los pueblos y municipios del estado como lo son Marín, Apodaca, Linares, los Herrera, Candela, China y Los Ramones, me encantó recorrer esos lugares, esas comarcas, a lomos de los personajes de esta novela, más de ciento cincuenta años antes. Fue un magnífico viaje al pasado, algo que se agradece.

Por otro lado, la manera en que Juan Ricardo Martínez Ávila manejó los datos disponibles, los fragmentos de historias, los motivos de los personajes, dejó espacio para cierta forma de onirismo, de fascinación, de asombro.

El escritor Hallo Müller en “Apuntes para una definición de la novela histórica”, dice que “una novela histórica es una construcción perspectivista (que adopta un ángulo de vista determinado sobre la época novelada), estéticamente ordenada, de situaciones documentables, a caballo entre la ficción y la referencialidad, construcción dirigida por un determinado autor a un determinado público en un determinado momento”.

Por su parte, Fernando del Paso dice que toda novela es histórica por el hecho de hablar de una época y de un lugar, pues tiempo y espacio son los que determinan la historia y la realidad misma.

Según Wikipedia “La novela histórica es un subgénero narrativo que se configuró en el romanticismo del siglo XIX y que ha continuado desarrollándose con bastante éxito en los siglos XX y XXI. Utilizando un argumento de ficción, como cualquier novela, tiene la característica de que este se sitúa en un momento histórico concreto y los acontecimientos históricos reales suelen tener cierta relevancia en el desarrollo del argumento. La presencia de datos históricos en la narración puede tener mayor o menor grado de profundidad. También es habitual que este tipo de novelas tengan como protagonista a un personaje histórico real o ficticio a través del cual se desarrolla la ficción”.

Excelentes novelas históricas sabemos que fueron “Espartaco” de Howard Fast, “Yo Claudio” de Robert Graves, "¿Quo Vadis?" de Henrik Sienkiewicz, “Ivanhoe” de Sir Walter Scott, “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, y “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar. Y a nivel de México podemos recordar: “Noticias del imperio” de Fernando del Paso, “Los de abajo” de Mariano Azuela, “Crónicas de la intervención” de Juan García Ponce, “El dios de la lluvia llora sobre México”, de László Passuth, “El corazón de Piedra verde”, de Salvador de Madariaga, y “El seductor de la patria” de Enrique Serna.

Para mí, “La guerra perdida” es una novela histórica en toda la extensión de la palabra, pues inquiere en el pasado de Monterrey, en su historia de vejación ante el violento vecino del norte, y trata de hacer una relectura de los hechos del pasado, aunque sea a partir de una gran historia de amor de sus dos personajes principales: Claudio Solís y Rita Benavides.

Durante toda la novela uno está con el alma en vilo, deseando que ellos, Rita y Claudio, los dos amantes desgraciados que han tenido que separarse en medio de una guerra, al final se reúnan de nuevo y el amor pueda vencer sobre las vicisitudes, la violencia y la muerte.

Claudio ha dejado a Rita encargada con unos ancianos desconocidos, en un rancho sin nombre, y no ha podido regresar por ella, y vive con el temor de que los invasores lleguen primero y la ultrajen y la maten, como suelen hacer. Uno se engancha en este temor y en esta ansiedad y camina la novela con el protagonista, entre miedo y descampado, siempre huyendo de los pueblos principales, perseguido por los invasores y también por el ejército mexicano. Pero el autor es tan generoso que, a pesar de hacernos sufrir hasta con las pesadillas constantes del personaje, nos concede el milagro, como dios providente: al final se realiza el deseado reencuentro entre Rita y Claudio.

Durante toda la novela, y en medio de la búsqueda, la guerra es el telón de fondo.

Deja un buen sabor de boca éste reencuentro final de los amantes y en las últimas líneas de la novela uno se da cuenta de los dos niveles a los que apunta el título de esta obra: a una guerra que lamentablemente se perdió, la guerra de los regios contra los invasores gringos, pero también a una mujer, a una amante, a la hermosa y joven Rita, un amor que pasó toda una guerra perdida, y que sólo al final es recuperada por su amado. Así que la novela también nos deja una nota de esperanza: no todo está perdido.

Me quedo, pues, con el buen sabor de boca de esta pequeña novela de Juan Ricardo Martínez Ávila, y me quito el sombrero ante su destreza narrativa y su trazo certero y profundo de los personajes. ¡Enhorabuena!

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