sábado, 24 de octubre de 2020

Avenida Orión

J.R.M. Ávila

Caminas por Avenida Orión con tapabocas puesto y, cuando se acerca una mujer, aprietas casi la nariz para no respirar el aire que respira ella. “¿No necesita una sirvienta?”, dice con voz mansa y tú, conteniendo el aliento, niegas con la cabeza y sigues avanzando. Quisieras guardar sana distancia, pero no se te despega ni un poco.

Después de un tramo, insiste: “¿Y no sabe de alguien que necesite sirvienta, y que viva por este rumbo?”. Te parece una descortesía contestarle con un movimiento de cabeza y, justo en el instante en que notas que no lleva tapabocas, le dices: “La verdad es que no vivo por este rumbo, sólo vine a caminar”. Te ve con extrañeza, como si le hubieras dicho que acabas de llegar de otro planeta. Temes el contagio, quisieras alejártele.

“¿Y usted no me puede dar una ayuda? Lo que sea. Me da mucha vergüenza pedir, pero ando muy urgida”, dice bajando la mirada. “No traigo dinero”, le mientes. “Lo que pueda, por favor”. “¿A cambio de qué?”, preguntas en crudo. “De lo que usted pida. Si quiere vamos a su casa o a donde usted me diga”, dice con la mirada abatida.

“¿Como de cuánto estamos hablando?”, observas su cuerpo nada desdeñable. “No acostumbro ser así, pero ya no sé qué hacer. Ellos piden que nos quedemos en casa para no contagiarnos, pero ¿cómo podemos comer sin dinero y sin trabajo?”, dice muy seria. “¿Cuánto?”, presionas mirándola con descaro. “¿Cuánto cree que valga lo que usted haga conmigo?”, dice apenada. “El problema es que no puedo arriesgarme. ¿Quién me asegura que usted no tiene el mal?”, le sueltas sin miramientos. “¿Y si ahora me da la mitad y cuando se acabe el peligro le cumplo y me da la otra mitad?”, propone esperanzada.

Acortas tus pasos, la miras a los ojos. Ella sonríe nerviosa mientras plantea: “Deme su dirección y su nombre. Y cuando pase todo esto, lo busco. Le prometo que no se va a arrepentir”. “¿Y cómo voy a saber que no se va a hacer para atrás?”, titubeas por un momento. “Me llamo así y asá, y mi dirección es tal y tal”, dice. Confiado, le anotas tus datos en una hoja y enseguida le entregas la mitad del dinero. Mientras reanudas tu camino, ella agradece.

Tres meses después, a una semana de que se anuncia oficialmente que el peligro ha pasado, ella irá a tu casa. Preguntará por ti. No estarás, pero la recibirá tu esposa. “¿Qué se le ofrece?”, le dirá. La mujer contestará que te busca. Con cara compungida y voz entrecortada, tu esposa le hará saber: “Él ya no está. Hace dos meses que falleció”.

La mujer se disculpará, amagará con retirarse. “¿Para qué lo buscaba?”, querrá enterarse tu esposa. La desconocida revelará: “Durante el mal, cuando yo no conseguía trabajo en ninguna casa, me lo encontré caminando, le pedí una ayuda y me la dio sin conocerme”. “Así era él: siempre de buen corazón”. “Me dio su dirección y su nombre”, mostrará el papel con tus datos. “Sí, es su letra”. “Me dijo que cuando pasara el peligro viniera y a lo mejor usted podía darme trabajo”. Tu esposa la examinará de pies a cabeza y después le dirá: “Pase. Mi esposo tenía razón: necesito ayuda. ¿Quién mejor que usted que ha venido a recordarme lo bueno que era?”.

Eso será dentro de tres meses, y no me preguntes cómo es que lo sé. Por lo pronto, continúa tu caminata por Avenida Orión, aliviado de que la desconocida ya no venga junto a ti. 

miércoles, 24 de junio de 2020

Trece copias







Cuando por fin logró abrir el sobre y desdobló su contenido, no pudo dar crédito a lo que leyó. Decía que era una cadena y debía escribir a mano trece copias y repartirlas, porque si no lo hacía, a alguien de la familia le pasaría algo malo. En ese tiempo entendía por familia al papá, a la mamá y a sus tres hermanos (faltaban seis años para que naciera la hermana). Ni por asomo pensó en otros familiares cercanos o lejanos. De haberlo pensado así, su angustia se habría diluido un poco, pero no tuvo esa fortuna.

Y como su idea de familia era tan estrecha, sintió que el peligro se cernía en primer lugar sobre el papá. Pensaba en lo mucho que les haría falta, aunque estuvieran acostumbrados a sus ausencias de meses, trabajando en el otro lado. No, era imposible prescindir de él. No podía morirse porque entonces quién aportaría el dinero que necesitaban.

Tampoco la mamá podía faltarles. Dependían de ella por completo, porque se encargaba de los quehaceres de la casa, quehaceres que nadie le pagaba ni le reconocía como trabajo, y porque, si bien era cierto que el papá ganaba el dinero, ella se encargaba de hacerlo rendir, lo cual no era milagro pequeño.

Miraba a los hermanos y se decía que tampoco podían morir. Güelo aún no aprendía a hablar, Raúl no entraba todavía a la primaria, Servando apenas estaba en primer año. Tampoco ellos merecían morir. No podía, además, darse el lujo de elegir a quien muriera por su negligencia. No quería pasar la vida culpándose de truncarle la niñez a uno, el habla a otro y los estudios al de más allá.

Por eso decidió comprar pliegos de papel ministro y escribir las trece copias, ideando recortar los pliegos para no gastar tanto. Una posible solución era escribir con letra diminuta, no tanto como la de su amigo Sabino, para la que se necesitaba lupa a la hora de leerla. Calculó una y otra vez si hacía dos, cuatro, seis, ocho cartas por pliego. El caso era que el maldito trece nunca daba exacto, acomodara como acomodara las cartas en los pliegos.

Por la noche no durmió de tanto dar vuelta a esos cálculos y por miedo a no cumplir con la encomienda. Finalmente decidió que sería mejor escribir las copias en una libreta que no había llenado el año anterior y sólo así durmió el resto de la noche.

La tarde siguiente, después de completar la tarea, se dedicó a escribir la cadena de copias. La mamá, notando que tardaba más de lo acostumbrado, se le acercó y le dijo: “Y ahora, ¿qué le pasa a tu maestro que te encarga tanta tarea?”. Tenía entumidos los dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha pero no le importaba.

Lo que le preocupaba era que la mamá descubriera el malgasto de hojas o lo regañara por creer en cosas que no eran de la iglesia y mucho menos que descubriera el miedo que lo tenía entrampado a quedarse huérfano o sin hermanos. Por eso le dijo: “Ya acabé”, aunque apenas llevara cinco copias, y guardó la libreta en la mochila.

El día siguiente se encaminó muy temprano a la escuela y estuvo escribiendo en una banca de la plaza. Apenas iba terminando la novena carta, llegó Sabino, se paró frente a él y le dijo: “¿También a ti te llegó la cadena?”. Le dijo que sí y confesó que el miedo no lo soltaba desde el momento en que recibió la copia: “No quiero quedarme huérfano o sin hermanos”.

Sabino, muy sereno y sin burlarse, dijo que lo de la cadena eran puras mentiras, que a él le había llegado, no le había hecho caso y no pasaba nada en su familia. No le creyó, dado que su amigo era evangelista y él católico, pero dejó de escribir porque llegaba la hora de entrada y pronto empezarían las clases.

Se la pasó pensando toda la mañana. Tal vez su compañero tenía razón. Ya no escribiría más cartas. Además, el maestro no se cansaba de ponerles planas y de los tres dedos con que escribía no le quedaba uno bueno. Después del recreo, vino una hermana de Sabino, la de pelo más ondulado, a hablar con el maestro que, después de oírla, le pidió a su compañero que tomara sus útiles y le dio la salida.

Esa tarde se fue a jugar después de resolver la tarea. En cuanto armaron el equipo para jugar veras, echaron de menos a Sabino. Alguien dijo: “Es que se le murió el papá”, y él ya no pudo concentrarse en el juego. Todos se enojaban porque cometía error tras error. Alguien dijo, en el colmo del enojo: “Mejor vete”, y dejó de jugar.

El miedo se le desbordaba. No era un miedo tímido, sino uno poderoso, más fuerte que todo rezo que lo pudiera contrarrestar. Y como de niño creía que todo era pecado, no sólo podía exponerse a las consecuencias de no escribir las trece copias, sino a tener que confesarlo ante el sacerdote. ¿Y cómo nombrar tal pecado a esa edad?

Fue directo a la casa y, mientras la mamá atendía la radionovela de las cinco, terminó de escribir las copias que faltaban. Los huecos que había dejado la pluma en los tres dedos le dolían una barbaridad, pero había terminado. Compró trece sobres, metió una copia en cada uno y el día siguiente se dedicó a ofrecerlos.

Salvo Perico, que nunca recibía nada de nadie, no hubo quien le aceptara un sobre. Hasta las gracias le dio el compañero, y él suspiró con un poco de alivio porque sólo le quedaban doce copias por entregar.

En vista de que nadie quiso aceptarle un sobre más, decidió colocarlos a escondidas. Dejó tres en la escuela: uno en el bolso de la profesora Magda, otro en el escritorio del director y uno más en el uniforme de la señora que aseaba la escuela y, aunque luego se enteró de que ella no sabía leer, decidió que ese ya no era problema suyo.

Ni para qué mencionar el alboroto que se levantó el día siguiente por encontrar al culpable de aquellas cartas que iban en contra de cuanto se enseñaba en la institución, según palabras del director. La profesora Magda estaba hecha una generala. Esculcó las mochilas y los mesabancos de todas las aulas, pero no dio con las nueve cartas restantes, que se había encargado de colocar en casas de gente que no conocía. De los compañeros a quienes había ofrecido sobre, ninguno lo delató.

Años después se preguntaría quién escribió la primera carta y cómo pudo saber de personas que habían recibido los efectos de una carta que aún no existía. ¡Cuánto se habrá reído quien ideó tan bien la cadena! Lo imaginaba oculto en un convento o en una iglesia, en caso de que hubiera sido religioso; o en cualquier otro lugar, suponiendo que se hubiera tratado de un experimento para ver el efecto en quienes recibían la copia.

No se puede negar que la idea fue genial. Y más porque rebasó a su autor, que ya no la pudo detener. Se convirtió en un torbellino de papel y tinta. Ni Dios Padre, ni Dios Hijo, ni Dios Nieto pudieron detenerlo ya. Lo que importaba en aquella edad era el miedo a ver en desgracia a alguna persona de la familia o a él mismo.

Nunca más aceptó escrito alguno, ni siquiera aquel recado que Magdalena insistió tanto en entregarle y que luego supo se trataba de una declaración de amor. Ni modo, ¿cómo iba a correr ese riesgo? Además, aquella niña no le gustaba. Tal vez si viniera de Perla la hubiera aceptado, pero no tuvo tanta fortuna.

Sólo hasta que, un mes y medio después, regresó el papá rebosante de salud, pudo respirar como si hubiera resucitado.