J.R.M. Ávila
Caminas por Avenida Orión con tapabocas puesto y, cuando se acerca una mujer, aprietas casi la nariz para no respirar el aire que respira ella. “¿No necesita una sirvienta?”, dice con voz mansa y tú, conteniendo el aliento, niegas con la cabeza y sigues avanzando. Quisieras guardar sana distancia, pero no se te despega ni un poco.
Después
de un tramo, insiste: “¿Y no sabe de alguien que necesite sirvienta, y que viva
por este rumbo?”. Te parece una descortesía contestarle con un movimiento de
cabeza y, justo en el instante en que notas que no lleva tapabocas, le dices:
“La verdad es que no vivo por este rumbo, sólo vine a caminar”. Te ve con
extrañeza, como si le hubieras dicho que acabas de llegar de otro planeta.
Temes el contagio, quisieras alejártele.
“¿Y
usted no me puede dar una ayuda? Lo que sea. Me da mucha vergüenza pedir, pero
ando muy urgida”, dice bajando la mirada. “No traigo dinero”, le mientes. “Lo
que pueda, por favor”. “¿A cambio de qué?”, preguntas en crudo. “De lo que
usted pida. Si quiere vamos a su casa o a donde usted me diga”, dice con la
mirada abatida.
“¿Como
de cuánto estamos hablando?”, observas su cuerpo nada desdeñable. “No
acostumbro ser así, pero ya no sé qué hacer. Ellos piden que nos quedemos en
casa para no contagiarnos, pero ¿cómo podemos comer sin dinero y sin trabajo?”,
dice muy seria. “¿Cuánto?”, presionas mirándola con descaro. “¿Cuánto cree que
valga lo que usted haga conmigo?”, dice apenada. “El problema es que no puedo
arriesgarme. ¿Quién me asegura que usted no tiene el mal?”, le sueltas sin
miramientos. “¿Y si ahora me da la mitad y cuando se acabe el peligro le cumplo
y me da la otra mitad?”, propone esperanzada.
Acortas
tus pasos, la miras a los ojos. Ella sonríe nerviosa mientras plantea: “Deme su
dirección y su nombre. Y cuando pase todo esto, lo busco. Le prometo que no se
va a arrepentir”. “¿Y cómo voy a saber que no se va a hacer para atrás?”,
titubeas por un momento. “Me llamo así y asá, y mi dirección es tal y tal”,
dice. Confiado, le anotas tus datos en una hoja y enseguida le entregas la
mitad del dinero. Mientras reanudas tu camino, ella agradece.
Tres
meses después, a una semana de que se anuncia oficialmente que el peligro ha
pasado, ella irá a tu casa. Preguntará por ti. No estarás, pero la recibirá tu
esposa. “¿Qué se le ofrece?”, le dirá. La mujer contestará que te busca. Con
cara compungida y voz entrecortada, tu esposa le hará saber: “Él ya no está.
Hace dos meses que falleció”.
La
mujer se disculpará, amagará con retirarse. “¿Para qué lo buscaba?”, querrá
enterarse tu esposa. La desconocida revelará: “Durante el mal, cuando yo no
conseguía trabajo en ninguna casa, me lo encontré caminando, le pedí una ayuda
y me la dio sin conocerme”. “Así era él: siempre de buen corazón”. “Me dio su
dirección y su nombre”, mostrará el papel con tus datos. “Sí, es su letra”. “Me
dijo que cuando pasara el peligro viniera y a lo mejor usted podía darme
trabajo”. Tu esposa la examinará de pies a cabeza y después le dirá: “Pase. Mi
esposo tenía razón: necesito ayuda. ¿Quién mejor que usted que ha venido a
recordarme lo bueno que era?”.
esta bueno,... saludos...
ResponderEliminarme gusto mucho , salúdame a Juan Ricardo, pero esperaba el tuyo también amiguita Nora.
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