Cuando por fin logró abrir
el sobre y desdobló su contenido, no pudo dar crédito a lo que leyó. Decía que era una cadena y debía escribir a mano trece copias y
repartirlas, porque si no lo hacía, a alguien de la familia le pasaría algo
malo. En ese tiempo entendía por familia al papá, a la mamá y a sus tres
hermanos (faltaban seis años para que naciera la hermana). Ni por asomo pensó
en otros familiares cercanos o lejanos. De haberlo pensado así, su angustia se
habría diluido un poco, pero no tuvo esa fortuna.
Y como su idea de familia era tan
estrecha, sintió que el peligro se cernía en primer lugar sobre el papá.
Pensaba en lo mucho que les haría falta, aunque estuvieran acostumbrados a sus
ausencias de meses, trabajando en el otro lado. No, era imposible prescindir de
él. No podía morirse porque entonces quién aportaría el dinero que necesitaban.
Tampoco la mamá podía faltarles.
Dependían de ella por completo, porque se encargaba de los quehaceres de la
casa, quehaceres que nadie le pagaba ni le reconocía como trabajo, y porque, si
bien era cierto que el papá ganaba el dinero, ella se encargaba de hacerlo
rendir, lo cual no era milagro pequeño.
Miraba a los hermanos y se decía
que tampoco podían morir. Güelo aún no aprendía a hablar, Raúl no entraba
todavía a la primaria, Servando apenas estaba en primer año. Tampoco ellos
merecían morir. No podía, además, darse el lujo de elegir a quien muriera por
su negligencia. No quería pasar la vida culpándose de truncarle la niñez a uno,
el habla a otro y los estudios al de más allá.
Por eso decidió comprar pliegos
de papel ministro y escribir las trece copias, ideando recortar los pliegos
para no gastar tanto. Una posible solución era escribir con letra diminuta, no
tanto como la de su amigo Sabino, para la que se necesitaba lupa a la hora de
leerla. Calculó una y otra vez si hacía dos, cuatro, seis, ocho cartas por
pliego. El caso era que el maldito trece nunca daba exacto, acomodara como
acomodara las cartas en los pliegos.
Por la noche no durmió de tanto
dar vuelta a esos cálculos y por miedo a no cumplir con la encomienda.
Finalmente decidió que sería mejor escribir las copias en una libreta que no
había llenado el año anterior y sólo así durmió el resto de la noche.
La tarde siguiente, después de
completar la tarea, se dedicó a escribir la cadena de copias. La mamá, notando
que tardaba más de lo acostumbrado, se le acercó y le dijo: “Y ahora, ¿qué le
pasa a tu maestro que te encarga tanta tarea?”. Tenía entumidos los dedos
pulgar, índice y medio de la mano derecha pero no le importaba.
Lo que le preocupaba era que la
mamá descubriera el malgasto de hojas o lo regañara por creer en cosas que no
eran de la iglesia y mucho menos que descubriera el miedo que lo tenía
entrampado a quedarse huérfano o sin hermanos. Por eso le dijo: “Ya acabé”,
aunque apenas llevara cinco copias, y guardó la libreta en la mochila.
El día siguiente se encaminó muy
temprano a la escuela y estuvo escribiendo en una banca de la plaza. Apenas iba
terminando la novena carta, llegó Sabino, se paró frente a él y le dijo:
“¿También a ti te llegó la cadena?”. Le dijo que sí y confesó que el miedo no
lo soltaba desde el momento en que recibió la copia: “No quiero quedarme
huérfano o sin hermanos”.
Sabino, muy sereno y sin
burlarse, dijo que lo de la cadena eran puras mentiras, que a él le había
llegado, no le había hecho caso y no pasaba nada en su familia. No le creyó,
dado que su amigo era evangelista y él católico, pero dejó de escribir porque
llegaba la hora de entrada y pronto empezarían las clases.
Se la pasó pensando toda la
mañana. Tal vez su compañero tenía razón. Ya no escribiría más cartas. Además,
el maestro no se cansaba de ponerles planas y de los tres dedos con que
escribía no le quedaba uno bueno. Después del recreo, vino una hermana de
Sabino, la de pelo más ondulado, a hablar con el maestro que, después de oírla,
le pidió a su compañero que tomara sus útiles y le dio la salida.
Esa tarde se fue a jugar después
de resolver la tarea. En cuanto armaron el equipo para jugar veras, echaron de
menos a Sabino. Alguien dijo: “Es que se le murió el papá”, y él ya no pudo
concentrarse en el juego. Todos se enojaban porque cometía error tras error.
Alguien dijo, en el colmo del enojo: “Mejor vete”, y dejó de jugar.
El miedo se le desbordaba. No era
un miedo tímido, sino uno poderoso, más fuerte que todo rezo que lo pudiera
contrarrestar. Y como de niño creía que todo era pecado, no sólo podía
exponerse a las consecuencias de no escribir las trece copias, sino a tener que
confesarlo ante el sacerdote. ¿Y cómo nombrar tal pecado a esa edad?
Fue directo a la casa y, mientras
la mamá atendía la radionovela de las cinco, terminó de escribir las copias que
faltaban. Los huecos que había dejado la pluma en los tres dedos le dolían una
barbaridad, pero había terminado. Compró trece sobres, metió una copia en cada
uno y el día siguiente se dedicó a ofrecerlos.
Salvo Perico, que nunca recibía
nada de nadie, no hubo quien le aceptara un sobre. Hasta las gracias le dio el
compañero, y él suspiró con un poco de alivio porque sólo le quedaban doce
copias por entregar.
En vista de que nadie quiso
aceptarle un sobre más, decidió colocarlos a escondidas. Dejó tres en la
escuela: uno en el bolso de la profesora Magda, otro en el escritorio del
director y uno más en el uniforme de la señora que aseaba la escuela y, aunque
luego se enteró de que ella no sabía leer, decidió que ese ya no era problema
suyo.
Ni para qué mencionar el alboroto
que se levantó el día siguiente por encontrar al culpable de aquellas cartas
que iban en contra de cuanto se enseñaba en la institución, según palabras del
director. La profesora Magda estaba hecha una generala. Esculcó las mochilas y
los mesabancos de todas las aulas, pero no dio con las nueve cartas restantes,
que se había encargado de colocar en casas de gente que no conocía. De los
compañeros a quienes había ofrecido sobre, ninguno lo delató.
Años después se preguntaría quién
escribió la primera carta y cómo pudo saber de personas que habían recibido los
efectos de una carta que aún no existía. ¡Cuánto se habrá reído quien ideó tan
bien la cadena! Lo imaginaba oculto en un convento o en una iglesia, en caso de
que hubiera sido religioso; o en cualquier otro lugar, suponiendo que se
hubiera tratado de un experimento para ver el efecto en quienes recibían la
copia.
No se puede negar que la idea fue
genial. Y más porque rebasó a su autor, que ya no la pudo detener. Se convirtió
en un torbellino de papel y tinta. Ni Dios Padre, ni Dios Hijo, ni Dios Nieto
pudieron detenerlo ya. Lo que importaba en aquella edad era el miedo a ver en
desgracia a alguna persona de la familia o a él mismo.
Nunca más aceptó escrito alguno,
ni siquiera aquel recado que Magdalena insistió tanto en entregarle y que luego
supo se trataba de una declaración de amor. Ni modo, ¿cómo iba a correr ese
riesgo? Además, aquella niña no le gustaba. Tal vez si viniera de Perla la
hubiera aceptado, pero no tuvo tanta fortuna.
Sólo hasta que, un mes y medio
después, regresó el papá rebosante de salud, pudo respirar como si hubiera
resucitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario