viernes, 27 de diciembre de 2019

¿Quién no conoce a Santos Valdez?


J.R.M. Ávila

I


Tras pedir la cerveza, el viejo se levanta, camina hacia la sinfonola, introduce una moneda y oprime algunas teclas. Sin esperar a que inicie la música, regresa a la mesa. Apenas da el primer trago cuando el acordeón colma el recinto. Enseguida vienen las voces: Por ahí dice una leyenda que en el rancho de Canales se aparecen tres mujeres que en vida fueron rivales. Da un trago largo a la botella y niega con la cabeza. Su expresión es seria mientras clava la mirada en la pared de enfrente. Se dieron de puñaladas allá entre los mezquitales. Aprieta los labios al escuchar esta frase.


Se mesa la barba tratando de imaginar el talante del hombre que menciona el corrido: El causante de esas muertes Santos Valdez se llamaba. Por un momento, se quita el sombrero y rasca su cabeza para regresarlo de nuevo a ella. A las tres por separado les decía que las amaba, pero a ninguna quería, nada más las engañaba. Se encoge de hombros, afirma con varios movimientos de cabeza, hace con la mano izquierda una señal despectiva y apura un nuevo trago.


Ladea la cabeza hacia la izquierda y su mirada atisba hacia una lejanía que la pared interrumpe. Lucita era de la Posta; de Charco Azul, María Inés; Estela era de Reynosa, la más brava de las tres, decía yo pierdo la vida antes que a Santos Valdez. Así permanece sin acordarse de la cerveza mientras escucha el intermedio que el acordeón protagoniza. Sólo cuando las voces reanudan el canto, bebe una vez más.


Asiente con la cabeza y sonríe: Dicen que en Laguna Seca cuando la gente pasaba se oían gritos de mujeres cuando el sol ya se ocultaba. Eran aquellas valientes que ya de muertas penaban. Sin dejar de sonreír, da una leve palmada en la mesa y, mientras las voces entonan otra vez el estribillo, hace una seña al mesero para que le renueve la cerveza. “¿Puedo?”, dice un hombre vestido con camisa de cuadros, pantalón de mezclilla, botas y gorra de beisbol roja. El viejo levanta la cabeza sin comprender. “Qué se le ofrece”, dirigiendo una mirada hosca al recién llegado. “Platicar con usted”. “¿De?”. “De Santos Valdez”. El viejo ofrece la silla de enfrente. El otro se sienta y coloca su propia cerveza sobre la mesa y le tiende la mano derecha mientras se presenta: “Hilario Alvarado, para servirle”.


 “Mala suerte la de ese hombre”, inicia el viejo, tras estrechar la mano del otro. “Yo diría que buena”, dice el recién llegado mientras da un trago a su cerveza. “¿Le parece buena suerte haber perdido tres mujeres de un jalón, y la vida además?”, se achican los ojos del viejo. El convidado sonríe: “A veces es buena suerte perder una mujer”. El viejo muestra una sonrisa desdentada. El otro continúa: “Pero el caso es que Santos Valdez no perdió tres mujeres, porque nunca las tuvo”. La sonrisa desaparece del viejo que de repente ya se encuentra de pie, alterado por lo que acaba de escuchar.


“¡No se atreva a hablar mal de Santos Valdez enfrente de mí!”, dice con voz estruendosa. El otro, sin inmutarse, exclama: “Supongamos que lo que cuenta el corrido sea cierto. ¿Le parece que un hombre que engaña a tres mujeres al mismo tiempo merece respeto?”. El viejo se sienta lentamente y asevera: “Para eso es uno hombre, ¿no?”.


El invitado sonríe mientras el viejo sentencia: “De los muertos no se habla mal. Y menos si el muerto es Santos Valdez”. La carcajada del menos viejo se escucha en la cantina entera, a pesar de la música. El viejo da un golpe en la mesa mientras la sinfonola suelta: Esta noche tú vendrás porque me quieres todavía. “¿Se está burlando de mí?”, truena su voz y el otro aclara: “No, de ninguna manera. ¿Cómo cree que voy a burlarme de usted?”. Pero aún asesta: “Santos Valdez no murió”. El viejo recula, si no fuera por el respaldo de la silla, caería hacia atrás.


“¿Cómo se atreve a mentir así?”, reclama el viejo al reponerse de la sorpresa. “No miento: Santos Valdez vive”. El viejo ríe negando con la cabeza. “No estoy loco. Sé dónde vive, es mi amigo y lo puedo llevar a que lo conozca”. El viejo lo mira indeciso, incrédulo. Hilario Alvarado pide la cuenta, paga y se encamina a la salida de la cantina. El viejo lo sigue como sonámbulo por la calle Victoria.




II


Después de caminar y caminar entre calles polvorientas, con el sol sacándoles sudor hasta por los ojos, entre lugares que se despueblan a tramos, sin pronunciar palabra para que la garganta no se reseque, se detienen frente a una casa descascarada y sin color. Hilario Alvarado golpea la puerta con los nudillos de la mano derecha. Nadie abre. El viejo sonríe con burla. Los golpes se dan ahora con una moneda, como si la persona que ha de abrir estuviera a una cuadra de distancia. “Los muertos no abren ni cierran puertas”, se burla el de la barba y de inmediato se oye una tos vieja y unos pasos lentos que se acercan.


Al abrirse la puerta aparece un hombre delgado, moreno, de nariz prominente, ojos muy pequeños, boca de labios exageradamente gruesos, bigote poco poblado, piel morena, gorra de beisbol verde, playera en rayas horizontales alternándose en gris y blanco, pantalón negro y zapatos muy gastados. “Aquí lo tiene”, dice el de la gorra roja.


“¿Es usted Santos Valdez, el del corrido?”. El que abrió la puerta sonríe gustoso de que alguien lo reconozca. “Para servirle”, dice, y el viejo, que hasta hace poco veneraba al personaje, le suelta un manotazo que acierta en la mejilla izquierda de Santos Valdez que, tras tambalearse, se repone: “¿Qué le pasa? ¿Por qué me golpea? ¡Yo ni siquiera lo conozco! ¿Acaso le he hecho algo?”.


El desconocido sigue enfurecido, no conforme con el golpe asestado, forcejea con quien lo condujo hasta aquí, intentando un nuevo golpe. “¿Quién se cree usted para venir a golpearme hasta mi casa nomás porque sí?”, se subleva Santos Valdez. El viejo, sin agotar su disgusto, se engalla: “Pues yo no tendré corrido ni me conocerá nadie, pero ¿le parece poco engañar a tres mujeres a la vez? ¿Le parece poco hacerse el muerto? ¿Le parece poco lo que me he gastado en las cantinas escuchando su corrido?”.


Se detiene un poco para tomar aire y un instante después continúa, un tanto sosegado ya, como regañando a un niño que acaba de cometer una travesura, sin reproche, sin enojo: "Ande sinvergüenza, mire que hacerse pasar por muerto, y yo sin saber que todo era mentira hasta lo compadecía, y encima me ha hecho gastar mucho dinero en la sinfonola, barbaján embustero".


“El corrido no es de él”, dice Hilario Alvarado, “habla de él, pero no lo compuso él, sino un amigo de nosotros”. “¿Entonces también usted entró en el engaño?”, reclama el viejo. “Déjeme que le explique cómo sucedió todo”, contesta el otro. “Déjame que se lo explique yo, Layo”, dice Santos Valdez, “tú eres capaz de componerme otro corrido igual o peor de mentiroso”. Entran sonrientes a la casa y se sientan alrededor de una mesa tembeleque que se encuentra en la cocina.




III


Yo soy Santos Valdés, El Feo, para mis amigos. Mis amigos de muchacho, quiero decir. Tan feo era que decidieron ayudarme para que al menos consiguiera novia. Y lo que se les ocurrió fue hacer creer a la gente que las muchachas no me dejaban en paz. Mucho me preguntan si soy el Santos Valdez del corrido y a veces quisiera decirles que no, que el del corrido es otro al que le presté mi nombre, que fuera de eso nada tenemos que ver. Pero me da flojera y digo que sí, que yo soy ése o, para variar, que ése soy yo. Podría decir más cosas, pero para qué enredarme.


Además, no lo hacen por mal, sino porque no creen que alguien pueda sobrevivir a un corrido. A veces, cuando saben que soy el del corrido, hacen preguntas que me sobajan. “¿Y qué anda haciendo aquí?”. Como si hubiera recibido dinero o reconocimiento del gobierno por sobrevivir a un corrido o como si teniendo corrido uno consiguiera buen trabajo o riquezas.


Si de algo he tenido que presumir toda la vida es de ser feo, porque gracias a eso ahora soy tan conocido. No le reclamo al destino ni a Dios ni al Diablo, al contrario, porque gracias a lo feo no soy un don Nadie. Ya sé que mucha gente ha de pensar que lo sigo siendo, pero no estoy de acuerdo: tengo que agradecer que de tan feo me volví guapo para las mujeres.


Desde muy chico, cuantos me rodeaban se encargaron de restregármelo día tras día. Era el feo de la familia. Qué digo de la familia, era el feo de la escuela y del ejido. El único consuelo que me quedaba era que el ejido no era tan grande y que la escuela era muy chica, aunque no pudiera decir lo mismo de mi familia. Luego, al paso de los años me di cuenta de que era el feo dondequiera que llegaba.


Si lo hubiera negado, ahí estaba un espejo que ni mandado hacer porque, aunque chiquito el que teníamos en la casa, no mentía. Mis hermanas y mis primas se pasaban el tiempo chuleándose ahí, pero como yo era el feo, ni siquiera me asomaba a él. ¿Para qué, para que les diera la razón a todos?


No quiero cansarlo con tanta palabra. En aquel tiempo tenía yo unos veinticinco años y mis amigos eran Hilario Alvarado, aquí presente, y al que le decíamos y le seguimos diciendo Layo; y otro muchacho que se llama Constancio Dimas, al que todo mundo conoce como Tancho. Trabajábamos en la Algodonera, allá por Estación Canales, ¿conoce usted? Entonces había menos viviendas que ahora, pocas eran las que contaban con electricidad, agua entubada, excusados como los de ahora. No había más que unos cuantos radios, televisión apenas empezaba, refrigeradores y lavadoras eran un lujo, carros ni la gente con mejor salario tenía y teléfono creo había dos que nosotros nunca usamos. Pero eso es historia antigua, de cuando las lagartijas todavía andaban paradas, así que le sigo mejor con la plática.


Bueno, pues en las bodegas de algodón, conocimos a un muchacho que venía de Tampico, dizque para hacer un catálogo de los distintos tipos de maíz que pasaban por la estación. Antonio Palacios Madrigal se llamaba, y no sé si todavía se llama porque hace mucho que no sabemos de él. No sé si le caímos bien, pero empezó a juntarse con nosotros, y como tenía guitarra y, lo que sea de cada quien, la tocaba muy bien, armábamos unas muy buenas cantadas cuando no había baile el fin de semana.


Mis amigos veían que no podía conseguir novia y como en los bailes nadie quería bailar conmigo, se desvivían por conseguirme una. Y además bromeaban, “¿Por qué no conseguirá novia Santos?”, decía uno. “¿No ves que es más feo que pegarle a Dios en la cara?”. Ya ve cómo bromea uno entre amigos. Ni me ofendía ni me enojaba. ¿Para qué, si era la pura verdad? Me veían, se comparaban conmigo y decían sin ánimos de ofenderme: “Es cierto. Santos es el menos guapo”. Así que cuando ya teníamos confianza, el de Tampico, al que le decíamos Toño, entró en las bromas que estos dos me hacían.


“Yo hago canciones”, dijo un día, “¿Me permites componerte un corrido? Vas a ver que cuando lo oigan y sepan que las mujeres te sobran, todas van a querer andar contigo”. Nos reímos de lo lindo ante lo que tomamos como una broma. Total, que lo compuso por diversión y lo cantábamos cada vez que nos reuníamos. No recuerdo si antes o después de casarme oí el corrido en el radio. Toño vino luego y dijo: “Le vendí el corrido a un tal Ramiro Cavazos que anda en el conjunto de los Donneños”.


El compositor pensó que a lo mejor matándome en el corrido podía rebajarme lo feo y no se equivocó. De tan feo, las mujeres se interesaron en mí. Soy de los pocos a los que, sin morir, nos han compuesto un corrido. Yo me lo gané por feo. Si Toño no me hubiera matado en el corrido, yo no sería ahora tan famoso. Desde entonces ya nadie se fijó en lo feo que soy. Ya no fui Santos Valdez el feo, sino Santos Valdez el del corrido.


Antes, las cosas más bonitas pasaron alrededor de mí, pero después del corrido ya no me tocaron migajas. Hay cosas que no diré por respeto a mi señora, cosas que no anda uno presumiendo, pero hay mujeres que me coquetean hasta ahora de viejo.




IV


“Lo que sea de cada quién, el corrido está muy bueno”, dice el viejo sonriendo, complacido ante lo que acaba de escuchar. Los otros asienten, convencidos de que lo que el viejo acaba de decir es una verdad que vale oro. “¿Y le han pasado cosas… así, como la que ahora le pasó conmigo?”, dice el viejo con el rostro serio, compungido.


Santos Valdez se queda pensativo y dice: “Bueno, me han pasado cosas como la de ahora, pero también ha habido cosas buenas. Hace poco me dijo una mujer, todavía de buen ver: ‘Pues déjeme decirle que haya sido cierto o no lo del corrido, si usted quiere otras tres mujeres, aquí tiene ya una, yo me apunto para dar hasta la vida por usted’. Me reí de gusto y ya después pensé: ¿Por qué no me lo dijo cuando era joven, cuando la necesité, cuando yo las podía?”. La carcajada es estruendosa y larga.


Santos Valdez, recuperado de la risa, continúa: “Han pasado cosas que me dan más risa, como aquello de los muchachitos, que cuando pasaban por la laguna del ejido Estación Canales, se santiguaban, procuraban que no se les hiciera noche y pedaleaban más rápido sus bicicletas porque les daba miedo que al pasar por el panteón se les aparecieran Lucita, María Inés y Estela, las tres queridas mías, y yo de pilón”. Las risotadas son ahora más largas y no terminan sino hasta que el viejo levanta las manos con las palmas pidiendo que se detenga la risa.


 “Ya sé que no existieron Lucita, María Inés ni Estela, pero ¿cómo cree usted que eran? ¿A cuál de las tres hubiera querido más?”. Santos Valdez sonríe, se encoge de hombros y dice: “¡Ni la burla perdona usted!”. Y todos sueltan la carcajada. Después, sigue: “A veces se acercan gentes que piden sacarse la foto conmigo: periodistas, locutores, gente en las cantinas o en las fiestas. Me piden autógrafos, ¡a mí, que apenas sé escribir! Nomás falta que cuando muera me construyan monumento. Bonita cosa”. Nadie ríe, se quedan pensando sólo ellos saben en qué.


“Discúlpeme la cachetada”, dice el viejo. “No se preocupe. No fue para tanto. Pudo haberme escupido y eso sí que no se lo perdonaba”, dice Santos Valdez. Sonríen con moderación. Y de repente, como puestos de acuerdo, se ponen en pie y se despiden como viejos amigos. En seguida, los visitantes se retiran.




V


Tras pedir la primera cerveza en cualquier cantina, el viejo se levanta, camina hacia la sinfonola, introduce una moneda y oprime teclas. Sin esperar a que inicie la música, regresa a su mesa y apenas da el primer trago cuando el acordeón llena el recinto. Enseguida vienen las voces: Por ahí dice una leyenda que en el rancho de Canales se aparecen tres mujeres que en vida fueron rivales. El viejo da un trago largo a la botella y niega con la cabeza. Su expresión es plena, de gusto, mientras clava la mirada en la pared de enfrente. Se dieron de puñaladas allá entre los mezquitales.


Deja que termine el corrido y con una sonrisa amplia, vuelve a poner la canción y sin recatos pregunta: “¿Saben cuál es la verdadera historia de Santos Valdez, el del corrido?”.


No falta quien se enganche y escuche la historia a cambio de unas cuantas cervezas.

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