sábado, 24 de octubre de 2020

Avenida Orión

J.R.M. Ávila

Caminas por Avenida Orión con tapabocas puesto y, cuando se acerca una mujer, aprietas casi la nariz para no respirar el aire que respira ella. “¿No necesita una sirvienta?”, dice con voz mansa y tú, conteniendo el aliento, niegas con la cabeza y sigues avanzando. Quisieras guardar sana distancia, pero no se te despega ni un poco.

Después de un tramo, insiste: “¿Y no sabe de alguien que necesite sirvienta, y que viva por este rumbo?”. Te parece una descortesía contestarle con un movimiento de cabeza y, justo en el instante en que notas que no lleva tapabocas, le dices: “La verdad es que no vivo por este rumbo, sólo vine a caminar”. Te ve con extrañeza, como si le hubieras dicho que acabas de llegar de otro planeta. Temes el contagio, quisieras alejártele.

“¿Y usted no me puede dar una ayuda? Lo que sea. Me da mucha vergüenza pedir, pero ando muy urgida”, dice bajando la mirada. “No traigo dinero”, le mientes. “Lo que pueda, por favor”. “¿A cambio de qué?”, preguntas en crudo. “De lo que usted pida. Si quiere vamos a su casa o a donde usted me diga”, dice con la mirada abatida.

“¿Como de cuánto estamos hablando?”, observas su cuerpo nada desdeñable. “No acostumbro ser así, pero ya no sé qué hacer. Ellos piden que nos quedemos en casa para no contagiarnos, pero ¿cómo podemos comer sin dinero y sin trabajo?”, dice muy seria. “¿Cuánto?”, presionas mirándola con descaro. “¿Cuánto cree que valga lo que usted haga conmigo?”, dice apenada. “El problema es que no puedo arriesgarme. ¿Quién me asegura que usted no tiene el mal?”, le sueltas sin miramientos. “¿Y si ahora me da la mitad y cuando se acabe el peligro le cumplo y me da la otra mitad?”, propone esperanzada.

Acortas tus pasos, la miras a los ojos. Ella sonríe nerviosa mientras plantea: “Deme su dirección y su nombre. Y cuando pase todo esto, lo busco. Le prometo que no se va a arrepentir”. “¿Y cómo voy a saber que no se va a hacer para atrás?”, titubeas por un momento. “Me llamo así y asá, y mi dirección es tal y tal”, dice. Confiado, le anotas tus datos en una hoja y enseguida le entregas la mitad del dinero. Mientras reanudas tu camino, ella agradece.

Tres meses después, a una semana de que se anuncia oficialmente que el peligro ha pasado, ella irá a tu casa. Preguntará por ti. No estarás, pero la recibirá tu esposa. “¿Qué se le ofrece?”, le dirá. La mujer contestará que te busca. Con cara compungida y voz entrecortada, tu esposa le hará saber: “Él ya no está. Hace dos meses que falleció”.

La mujer se disculpará, amagará con retirarse. “¿Para qué lo buscaba?”, querrá enterarse tu esposa. La desconocida revelará: “Durante el mal, cuando yo no conseguía trabajo en ninguna casa, me lo encontré caminando, le pedí una ayuda y me la dio sin conocerme”. “Así era él: siempre de buen corazón”. “Me dio su dirección y su nombre”, mostrará el papel con tus datos. “Sí, es su letra”. “Me dijo que cuando pasara el peligro viniera y a lo mejor usted podía darme trabajo”. Tu esposa la examinará de pies a cabeza y después le dirá: “Pase. Mi esposo tenía razón: necesito ayuda. ¿Quién mejor que usted que ha venido a recordarme lo bueno que era?”.

Eso será dentro de tres meses, y no me preguntes cómo es que lo sé. Por lo pronto, continúa tu caminata por Avenida Orión, aliviado de que la desconocida ya no venga junto a ti. 

miércoles, 24 de junio de 2020

Trece copias







Cuando por fin logró abrir el sobre y desdobló su contenido, no pudo dar crédito a lo que leyó. Decía que era una cadena y debía escribir a mano trece copias y repartirlas, porque si no lo hacía, a alguien de la familia le pasaría algo malo. En ese tiempo entendía por familia al papá, a la mamá y a sus tres hermanos (faltaban seis años para que naciera la hermana). Ni por asomo pensó en otros familiares cercanos o lejanos. De haberlo pensado así, su angustia se habría diluido un poco, pero no tuvo esa fortuna.

Y como su idea de familia era tan estrecha, sintió que el peligro se cernía en primer lugar sobre el papá. Pensaba en lo mucho que les haría falta, aunque estuvieran acostumbrados a sus ausencias de meses, trabajando en el otro lado. No, era imposible prescindir de él. No podía morirse porque entonces quién aportaría el dinero que necesitaban.

Tampoco la mamá podía faltarles. Dependían de ella por completo, porque se encargaba de los quehaceres de la casa, quehaceres que nadie le pagaba ni le reconocía como trabajo, y porque, si bien era cierto que el papá ganaba el dinero, ella se encargaba de hacerlo rendir, lo cual no era milagro pequeño.

Miraba a los hermanos y se decía que tampoco podían morir. Güelo aún no aprendía a hablar, Raúl no entraba todavía a la primaria, Servando apenas estaba en primer año. Tampoco ellos merecían morir. No podía, además, darse el lujo de elegir a quien muriera por su negligencia. No quería pasar la vida culpándose de truncarle la niñez a uno, el habla a otro y los estudios al de más allá.

Por eso decidió comprar pliegos de papel ministro y escribir las trece copias, ideando recortar los pliegos para no gastar tanto. Una posible solución era escribir con letra diminuta, no tanto como la de su amigo Sabino, para la que se necesitaba lupa a la hora de leerla. Calculó una y otra vez si hacía dos, cuatro, seis, ocho cartas por pliego. El caso era que el maldito trece nunca daba exacto, acomodara como acomodara las cartas en los pliegos.

Por la noche no durmió de tanto dar vuelta a esos cálculos y por miedo a no cumplir con la encomienda. Finalmente decidió que sería mejor escribir las copias en una libreta que no había llenado el año anterior y sólo así durmió el resto de la noche.

La tarde siguiente, después de completar la tarea, se dedicó a escribir la cadena de copias. La mamá, notando que tardaba más de lo acostumbrado, se le acercó y le dijo: “Y ahora, ¿qué le pasa a tu maestro que te encarga tanta tarea?”. Tenía entumidos los dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha pero no le importaba.

Lo que le preocupaba era que la mamá descubriera el malgasto de hojas o lo regañara por creer en cosas que no eran de la iglesia y mucho menos que descubriera el miedo que lo tenía entrampado a quedarse huérfano o sin hermanos. Por eso le dijo: “Ya acabé”, aunque apenas llevara cinco copias, y guardó la libreta en la mochila.

El día siguiente se encaminó muy temprano a la escuela y estuvo escribiendo en una banca de la plaza. Apenas iba terminando la novena carta, llegó Sabino, se paró frente a él y le dijo: “¿También a ti te llegó la cadena?”. Le dijo que sí y confesó que el miedo no lo soltaba desde el momento en que recibió la copia: “No quiero quedarme huérfano o sin hermanos”.

Sabino, muy sereno y sin burlarse, dijo que lo de la cadena eran puras mentiras, que a él le había llegado, no le había hecho caso y no pasaba nada en su familia. No le creyó, dado que su amigo era evangelista y él católico, pero dejó de escribir porque llegaba la hora de entrada y pronto empezarían las clases.

Se la pasó pensando toda la mañana. Tal vez su compañero tenía razón. Ya no escribiría más cartas. Además, el maestro no se cansaba de ponerles planas y de los tres dedos con que escribía no le quedaba uno bueno. Después del recreo, vino una hermana de Sabino, la de pelo más ondulado, a hablar con el maestro que, después de oírla, le pidió a su compañero que tomara sus útiles y le dio la salida.

Esa tarde se fue a jugar después de resolver la tarea. En cuanto armaron el equipo para jugar veras, echaron de menos a Sabino. Alguien dijo: “Es que se le murió el papá”, y él ya no pudo concentrarse en el juego. Todos se enojaban porque cometía error tras error. Alguien dijo, en el colmo del enojo: “Mejor vete”, y dejó de jugar.

El miedo se le desbordaba. No era un miedo tímido, sino uno poderoso, más fuerte que todo rezo que lo pudiera contrarrestar. Y como de niño creía que todo era pecado, no sólo podía exponerse a las consecuencias de no escribir las trece copias, sino a tener que confesarlo ante el sacerdote. ¿Y cómo nombrar tal pecado a esa edad?

Fue directo a la casa y, mientras la mamá atendía la radionovela de las cinco, terminó de escribir las copias que faltaban. Los huecos que había dejado la pluma en los tres dedos le dolían una barbaridad, pero había terminado. Compró trece sobres, metió una copia en cada uno y el día siguiente se dedicó a ofrecerlos.

Salvo Perico, que nunca recibía nada de nadie, no hubo quien le aceptara un sobre. Hasta las gracias le dio el compañero, y él suspiró con un poco de alivio porque sólo le quedaban doce copias por entregar.

En vista de que nadie quiso aceptarle un sobre más, decidió colocarlos a escondidas. Dejó tres en la escuela: uno en el bolso de la profesora Magda, otro en el escritorio del director y uno más en el uniforme de la señora que aseaba la escuela y, aunque luego se enteró de que ella no sabía leer, decidió que ese ya no era problema suyo.

Ni para qué mencionar el alboroto que se levantó el día siguiente por encontrar al culpable de aquellas cartas que iban en contra de cuanto se enseñaba en la institución, según palabras del director. La profesora Magda estaba hecha una generala. Esculcó las mochilas y los mesabancos de todas las aulas, pero no dio con las nueve cartas restantes, que se había encargado de colocar en casas de gente que no conocía. De los compañeros a quienes había ofrecido sobre, ninguno lo delató.

Años después se preguntaría quién escribió la primera carta y cómo pudo saber de personas que habían recibido los efectos de una carta que aún no existía. ¡Cuánto se habrá reído quien ideó tan bien la cadena! Lo imaginaba oculto en un convento o en una iglesia, en caso de que hubiera sido religioso; o en cualquier otro lugar, suponiendo que se hubiera tratado de un experimento para ver el efecto en quienes recibían la copia.

No se puede negar que la idea fue genial. Y más porque rebasó a su autor, que ya no la pudo detener. Se convirtió en un torbellino de papel y tinta. Ni Dios Padre, ni Dios Hijo, ni Dios Nieto pudieron detenerlo ya. Lo que importaba en aquella edad era el miedo a ver en desgracia a alguna persona de la familia o a él mismo.

Nunca más aceptó escrito alguno, ni siquiera aquel recado que Magdalena insistió tanto en entregarle y que luego supo se trataba de una declaración de amor. Ni modo, ¿cómo iba a correr ese riesgo? Además, aquella niña no le gustaba. Tal vez si viniera de Perla la hubiera aceptado, pero no tuvo tanta fortuna.

Sólo hasta que, un mes y medio después, regresó el papá rebosante de salud, pudo respirar como si hubiera resucitado.

viernes, 27 de diciembre de 2019

¿Quién no conoce a Santos Valdez?


J.R.M. Ávila

I


Tras pedir la cerveza, el viejo se levanta, camina hacia la sinfonola, introduce una moneda y oprime algunas teclas. Sin esperar a que inicie la música, regresa a la mesa. Apenas da el primer trago cuando el acordeón colma el recinto. Enseguida vienen las voces: Por ahí dice una leyenda que en el rancho de Canales se aparecen tres mujeres que en vida fueron rivales. Da un trago largo a la botella y niega con la cabeza. Su expresión es seria mientras clava la mirada en la pared de enfrente. Se dieron de puñaladas allá entre los mezquitales. Aprieta los labios al escuchar esta frase.


Se mesa la barba tratando de imaginar el talante del hombre que menciona el corrido: El causante de esas muertes Santos Valdez se llamaba. Por un momento, se quita el sombrero y rasca su cabeza para regresarlo de nuevo a ella. A las tres por separado les decía que las amaba, pero a ninguna quería, nada más las engañaba. Se encoge de hombros, afirma con varios movimientos de cabeza, hace con la mano izquierda una señal despectiva y apura un nuevo trago.


Ladea la cabeza hacia la izquierda y su mirada atisba hacia una lejanía que la pared interrumpe. Lucita era de la Posta; de Charco Azul, María Inés; Estela era de Reynosa, la más brava de las tres, decía yo pierdo la vida antes que a Santos Valdez. Así permanece sin acordarse de la cerveza mientras escucha el intermedio que el acordeón protagoniza. Sólo cuando las voces reanudan el canto, bebe una vez más.


Asiente con la cabeza y sonríe: Dicen que en Laguna Seca cuando la gente pasaba se oían gritos de mujeres cuando el sol ya se ocultaba. Eran aquellas valientes que ya de muertas penaban. Sin dejar de sonreír, da una leve palmada en la mesa y, mientras las voces entonan otra vez el estribillo, hace una seña al mesero para que le renueve la cerveza. “¿Puedo?”, dice un hombre vestido con camisa de cuadros, pantalón de mezclilla, botas y gorra de beisbol roja. El viejo levanta la cabeza sin comprender. “Qué se le ofrece”, dirigiendo una mirada hosca al recién llegado. “Platicar con usted”. “¿De?”. “De Santos Valdez”. El viejo ofrece la silla de enfrente. El otro se sienta y coloca su propia cerveza sobre la mesa y le tiende la mano derecha mientras se presenta: “Hilario Alvarado, para servirle”.


 “Mala suerte la de ese hombre”, inicia el viejo, tras estrechar la mano del otro. “Yo diría que buena”, dice el recién llegado mientras da un trago a su cerveza. “¿Le parece buena suerte haber perdido tres mujeres de un jalón, y la vida además?”, se achican los ojos del viejo. El convidado sonríe: “A veces es buena suerte perder una mujer”. El viejo muestra una sonrisa desdentada. El otro continúa: “Pero el caso es que Santos Valdez no perdió tres mujeres, porque nunca las tuvo”. La sonrisa desaparece del viejo que de repente ya se encuentra de pie, alterado por lo que acaba de escuchar.


“¡No se atreva a hablar mal de Santos Valdez enfrente de mí!”, dice con voz estruendosa. El otro, sin inmutarse, exclama: “Supongamos que lo que cuenta el corrido sea cierto. ¿Le parece que un hombre que engaña a tres mujeres al mismo tiempo merece respeto?”. El viejo se sienta lentamente y asevera: “Para eso es uno hombre, ¿no?”.


El invitado sonríe mientras el viejo sentencia: “De los muertos no se habla mal. Y menos si el muerto es Santos Valdez”. La carcajada del menos viejo se escucha en la cantina entera, a pesar de la música. El viejo da un golpe en la mesa mientras la sinfonola suelta: Esta noche tú vendrás porque me quieres todavía. “¿Se está burlando de mí?”, truena su voz y el otro aclara: “No, de ninguna manera. ¿Cómo cree que voy a burlarme de usted?”. Pero aún asesta: “Santos Valdez no murió”. El viejo recula, si no fuera por el respaldo de la silla, caería hacia atrás.


“¿Cómo se atreve a mentir así?”, reclama el viejo al reponerse de la sorpresa. “No miento: Santos Valdez vive”. El viejo ríe negando con la cabeza. “No estoy loco. Sé dónde vive, es mi amigo y lo puedo llevar a que lo conozca”. El viejo lo mira indeciso, incrédulo. Hilario Alvarado pide la cuenta, paga y se encamina a la salida de la cantina. El viejo lo sigue como sonámbulo por la calle Victoria.




II


Después de caminar y caminar entre calles polvorientas, con el sol sacándoles sudor hasta por los ojos, entre lugares que se despueblan a tramos, sin pronunciar palabra para que la garganta no se reseque, se detienen frente a una casa descascarada y sin color. Hilario Alvarado golpea la puerta con los nudillos de la mano derecha. Nadie abre. El viejo sonríe con burla. Los golpes se dan ahora con una moneda, como si la persona que ha de abrir estuviera a una cuadra de distancia. “Los muertos no abren ni cierran puertas”, se burla el de la barba y de inmediato se oye una tos vieja y unos pasos lentos que se acercan.


Al abrirse la puerta aparece un hombre delgado, moreno, de nariz prominente, ojos muy pequeños, boca de labios exageradamente gruesos, bigote poco poblado, piel morena, gorra de beisbol verde, playera en rayas horizontales alternándose en gris y blanco, pantalón negro y zapatos muy gastados. “Aquí lo tiene”, dice el de la gorra roja.


“¿Es usted Santos Valdez, el del corrido?”. El que abrió la puerta sonríe gustoso de que alguien lo reconozca. “Para servirle”, dice, y el viejo, que hasta hace poco veneraba al personaje, le suelta un manotazo que acierta en la mejilla izquierda de Santos Valdez que, tras tambalearse, se repone: “¿Qué le pasa? ¿Por qué me golpea? ¡Yo ni siquiera lo conozco! ¿Acaso le he hecho algo?”.


El desconocido sigue enfurecido, no conforme con el golpe asestado, forcejea con quien lo condujo hasta aquí, intentando un nuevo golpe. “¿Quién se cree usted para venir a golpearme hasta mi casa nomás porque sí?”, se subleva Santos Valdez. El viejo, sin agotar su disgusto, se engalla: “Pues yo no tendré corrido ni me conocerá nadie, pero ¿le parece poco engañar a tres mujeres a la vez? ¿Le parece poco hacerse el muerto? ¿Le parece poco lo que me he gastado en las cantinas escuchando su corrido?”.


Se detiene un poco para tomar aire y un instante después continúa, un tanto sosegado ya, como regañando a un niño que acaba de cometer una travesura, sin reproche, sin enojo: "Ande sinvergüenza, mire que hacerse pasar por muerto, y yo sin saber que todo era mentira hasta lo compadecía, y encima me ha hecho gastar mucho dinero en la sinfonola, barbaján embustero".


“El corrido no es de él”, dice Hilario Alvarado, “habla de él, pero no lo compuso él, sino un amigo de nosotros”. “¿Entonces también usted entró en el engaño?”, reclama el viejo. “Déjeme que le explique cómo sucedió todo”, contesta el otro. “Déjame que se lo explique yo, Layo”, dice Santos Valdez, “tú eres capaz de componerme otro corrido igual o peor de mentiroso”. Entran sonrientes a la casa y se sientan alrededor de una mesa tembeleque que se encuentra en la cocina.




III


Yo soy Santos Valdés, El Feo, para mis amigos. Mis amigos de muchacho, quiero decir. Tan feo era que decidieron ayudarme para que al menos consiguiera novia. Y lo que se les ocurrió fue hacer creer a la gente que las muchachas no me dejaban en paz. Mucho me preguntan si soy el Santos Valdez del corrido y a veces quisiera decirles que no, que el del corrido es otro al que le presté mi nombre, que fuera de eso nada tenemos que ver. Pero me da flojera y digo que sí, que yo soy ése o, para variar, que ése soy yo. Podría decir más cosas, pero para qué enredarme.


Además, no lo hacen por mal, sino porque no creen que alguien pueda sobrevivir a un corrido. A veces, cuando saben que soy el del corrido, hacen preguntas que me sobajan. “¿Y qué anda haciendo aquí?”. Como si hubiera recibido dinero o reconocimiento del gobierno por sobrevivir a un corrido o como si teniendo corrido uno consiguiera buen trabajo o riquezas.


Si de algo he tenido que presumir toda la vida es de ser feo, porque gracias a eso ahora soy tan conocido. No le reclamo al destino ni a Dios ni al Diablo, al contrario, porque gracias a lo feo no soy un don Nadie. Ya sé que mucha gente ha de pensar que lo sigo siendo, pero no estoy de acuerdo: tengo que agradecer que de tan feo me volví guapo para las mujeres.


Desde muy chico, cuantos me rodeaban se encargaron de restregármelo día tras día. Era el feo de la familia. Qué digo de la familia, era el feo de la escuela y del ejido. El único consuelo que me quedaba era que el ejido no era tan grande y que la escuela era muy chica, aunque no pudiera decir lo mismo de mi familia. Luego, al paso de los años me di cuenta de que era el feo dondequiera que llegaba.


Si lo hubiera negado, ahí estaba un espejo que ni mandado hacer porque, aunque chiquito el que teníamos en la casa, no mentía. Mis hermanas y mis primas se pasaban el tiempo chuleándose ahí, pero como yo era el feo, ni siquiera me asomaba a él. ¿Para qué, para que les diera la razón a todos?


No quiero cansarlo con tanta palabra. En aquel tiempo tenía yo unos veinticinco años y mis amigos eran Hilario Alvarado, aquí presente, y al que le decíamos y le seguimos diciendo Layo; y otro muchacho que se llama Constancio Dimas, al que todo mundo conoce como Tancho. Trabajábamos en la Algodonera, allá por Estación Canales, ¿conoce usted? Entonces había menos viviendas que ahora, pocas eran las que contaban con electricidad, agua entubada, excusados como los de ahora. No había más que unos cuantos radios, televisión apenas empezaba, refrigeradores y lavadoras eran un lujo, carros ni la gente con mejor salario tenía y teléfono creo había dos que nosotros nunca usamos. Pero eso es historia antigua, de cuando las lagartijas todavía andaban paradas, así que le sigo mejor con la plática.


Bueno, pues en las bodegas de algodón, conocimos a un muchacho que venía de Tampico, dizque para hacer un catálogo de los distintos tipos de maíz que pasaban por la estación. Antonio Palacios Madrigal se llamaba, y no sé si todavía se llama porque hace mucho que no sabemos de él. No sé si le caímos bien, pero empezó a juntarse con nosotros, y como tenía guitarra y, lo que sea de cada quien, la tocaba muy bien, armábamos unas muy buenas cantadas cuando no había baile el fin de semana.


Mis amigos veían que no podía conseguir novia y como en los bailes nadie quería bailar conmigo, se desvivían por conseguirme una. Y además bromeaban, “¿Por qué no conseguirá novia Santos?”, decía uno. “¿No ves que es más feo que pegarle a Dios en la cara?”. Ya ve cómo bromea uno entre amigos. Ni me ofendía ni me enojaba. ¿Para qué, si era la pura verdad? Me veían, se comparaban conmigo y decían sin ánimos de ofenderme: “Es cierto. Santos es el menos guapo”. Así que cuando ya teníamos confianza, el de Tampico, al que le decíamos Toño, entró en las bromas que estos dos me hacían.


“Yo hago canciones”, dijo un día, “¿Me permites componerte un corrido? Vas a ver que cuando lo oigan y sepan que las mujeres te sobran, todas van a querer andar contigo”. Nos reímos de lo lindo ante lo que tomamos como una broma. Total, que lo compuso por diversión y lo cantábamos cada vez que nos reuníamos. No recuerdo si antes o después de casarme oí el corrido en el radio. Toño vino luego y dijo: “Le vendí el corrido a un tal Ramiro Cavazos que anda en el conjunto de los Donneños”.


El compositor pensó que a lo mejor matándome en el corrido podía rebajarme lo feo y no se equivocó. De tan feo, las mujeres se interesaron en mí. Soy de los pocos a los que, sin morir, nos han compuesto un corrido. Yo me lo gané por feo. Si Toño no me hubiera matado en el corrido, yo no sería ahora tan famoso. Desde entonces ya nadie se fijó en lo feo que soy. Ya no fui Santos Valdez el feo, sino Santos Valdez el del corrido.


Antes, las cosas más bonitas pasaron alrededor de mí, pero después del corrido ya no me tocaron migajas. Hay cosas que no diré por respeto a mi señora, cosas que no anda uno presumiendo, pero hay mujeres que me coquetean hasta ahora de viejo.




IV


“Lo que sea de cada quién, el corrido está muy bueno”, dice el viejo sonriendo, complacido ante lo que acaba de escuchar. Los otros asienten, convencidos de que lo que el viejo acaba de decir es una verdad que vale oro. “¿Y le han pasado cosas… así, como la que ahora le pasó conmigo?”, dice el viejo con el rostro serio, compungido.


Santos Valdez se queda pensativo y dice: “Bueno, me han pasado cosas como la de ahora, pero también ha habido cosas buenas. Hace poco me dijo una mujer, todavía de buen ver: ‘Pues déjeme decirle que haya sido cierto o no lo del corrido, si usted quiere otras tres mujeres, aquí tiene ya una, yo me apunto para dar hasta la vida por usted’. Me reí de gusto y ya después pensé: ¿Por qué no me lo dijo cuando era joven, cuando la necesité, cuando yo las podía?”. La carcajada es estruendosa y larga.


Santos Valdez, recuperado de la risa, continúa: “Han pasado cosas que me dan más risa, como aquello de los muchachitos, que cuando pasaban por la laguna del ejido Estación Canales, se santiguaban, procuraban que no se les hiciera noche y pedaleaban más rápido sus bicicletas porque les daba miedo que al pasar por el panteón se les aparecieran Lucita, María Inés y Estela, las tres queridas mías, y yo de pilón”. Las risotadas son ahora más largas y no terminan sino hasta que el viejo levanta las manos con las palmas pidiendo que se detenga la risa.


 “Ya sé que no existieron Lucita, María Inés ni Estela, pero ¿cómo cree usted que eran? ¿A cuál de las tres hubiera querido más?”. Santos Valdez sonríe, se encoge de hombros y dice: “¡Ni la burla perdona usted!”. Y todos sueltan la carcajada. Después, sigue: “A veces se acercan gentes que piden sacarse la foto conmigo: periodistas, locutores, gente en las cantinas o en las fiestas. Me piden autógrafos, ¡a mí, que apenas sé escribir! Nomás falta que cuando muera me construyan monumento. Bonita cosa”. Nadie ríe, se quedan pensando sólo ellos saben en qué.


“Discúlpeme la cachetada”, dice el viejo. “No se preocupe. No fue para tanto. Pudo haberme escupido y eso sí que no se lo perdonaba”, dice Santos Valdez. Sonríen con moderación. Y de repente, como puestos de acuerdo, se ponen en pie y se despiden como viejos amigos. En seguida, los visitantes se retiran.




V


Tras pedir la primera cerveza en cualquier cantina, el viejo se levanta, camina hacia la sinfonola, introduce una moneda y oprime teclas. Sin esperar a que inicie la música, regresa a su mesa y apenas da el primer trago cuando el acordeón llena el recinto. Enseguida vienen las voces: Por ahí dice una leyenda que en el rancho de Canales se aparecen tres mujeres que en vida fueron rivales. El viejo da un trago largo a la botella y niega con la cabeza. Su expresión es plena, de gusto, mientras clava la mirada en la pared de enfrente. Se dieron de puñaladas allá entre los mezquitales.


Deja que termine el corrido y con una sonrisa amplia, vuelve a poner la canción y sin recatos pregunta: “¿Saben cuál es la verdadera historia de Santos Valdez, el del corrido?”.


No falta quien se enganche y escuche la historia a cambio de unas cuantas cervezas.

jueves, 5 de julio de 2018

"Ave Fénix" de J. R. M. Ávila




Por Raymundo Gerardo Elizondo Ríos



El hecho de escribir es en sí mismo un acto de liberación y de libertad. Liberación al expresar la interioridad de los pensamientos y libertad al comunicarlos para que sean compartidos con los demás.

Expresión y comunicación son dos procesos complementarios e imprescindibles de la manifestación humana. Sin embargo, cuando se escribe por iniciativa propia empleando la imaginación para re-crear la realidad, estos dos procesos se subliman para presentar una nueva realidad conformada por la ficción. Ficción que nos ofrece no mundos mágicos o increíbles, sino mundos construidos en la perspectiva de lo pensable y de lo posible. Así, la obra literaria expresa, comunica y re-crea estableciendo su vigencia más allá de los tiempos y de los espacios a los que se circunscribe la existencia humana.

Juan Ricardo Martínez se ha asumido en la tarea de escribir para darnos a conocer sus mundos pensables y posibles en esta colección de cuentos (y un relato) agrupados bajo el título de “Ave Fénix”.

Las narraciones que componen esta publicación ponen de manifiesto la formación personal e intelectual de su autor. Su infancia transcurrida en el seno de la tranquilidad familiar, en El Mezquital, Apodaca, N.L. y su paso por la primaria en la misma comunidad, su adolescencia y juventud en la secundaria de la cabecera municipal y en la Escuela Normal “Miguel F. Martínez”. Sus estudios en la Normal Superior “Moisés Sáenz Garza”, así como de posgrado en la Escuela de Graduados de la misma institución.

Pero por encima de todo esto, Juan Ricardo ha cultivado siempre dos disciplinas que lo han llevado a desarrollar su natural habilidad y vocación para escribir: la lectura y la investigación. Disciplinas realizadas fuera de todo formalismo u obligación, más bien como una necesidad de encontrarse y definirse a sí mismo en una sociedad que le plantea interrogantes que él resuelve a través de la ficción, entendida ésta en los términos expuestos al inicio de este escrito.

Lectura e investigación han convertido a Juan Ricardo en un autodidacta que recoge una vivencia, una leyenda, una simple conversación, un personaje de la comunidad, un evocador recuerdo, entre muchas otras cosas, para dimensionarlos literariamente y presentarnos su propia realidad mediante cuentos y relatos.

No somos de la idea de clasificar o encasillar una obra literaria en algunas de tantas corrientes o tendencias existentes o por existir; es obvio que las lecturas de otros influyan en la formación de un escritor; sin embargo, en la producción de Juan Ricardo Martínez observamos una síntesis intelectual de lo vivido, de lo estudiado, de lo leído y también, por qué no decirlo, de lo pensado y lo pensable. De tal suerte que no hay en esta producción una actitud “esnobista” o intelectualoide por imitar o seguir a los grandes narradores (muy común entre algunos que escriben), sino una claridad de pensamiento matizado por el poder de la ficción, para objetivarse en la fluidez y la amenidad de la escritura. Así, en la obra narrativa que aquí se presenta no podemos hablar de imitación fatua, sino de originalidad fecunda.

Esta originalidad se pone de manifiesto cuando a través de un estático y pasmoso sapo, el autor nos expresa y comunica el dominio que sobre el otro ejerce uno de los miembros de la pareja, o cuando a través de un milenario y enigmático camaleón nos hace sentir el miedo natural del hombre hacia lo inexplicable; o bien, cuando un árbol es testigo de la pérdida de la inocencia de una niña en un acto de brutal instinto, antes que de amor y deseo realizado.

Por otra parte, algunos de los cuentos de esta colección revelan una crueldad sublime. Sólo leyendo Un oscuro silencio, La noche de los alacranes, De mala sombra y Donde la letra acecha entenderemos el porqué de esta paradójica afirmación.

La aparición recurrente de la muerte es otra de las características de las narraciones de esta obra. Es interesante cómo nos presenta Juan Ricardo este fenómeno inherente a la vida del hombre: como resultado de silenciosas y planeadas venganzas; como la dama que se invita a bailar para luego, de manera muy caballerosa, acompañarla hasta su casa; como la mujer con quien se platica para contarle lo que ocurre en el hogar que ha dejado en la orfandad; como un estado de resurrección en el que un anciano se transfigura en mítico personaje después de sucumbir ante penosas enfermedades; como evocador recuerdo del abuelo cuyo anhelo era tener un cuarto para leer y como un ambiente de tinieblas en el que la angustia guía la búsqueda del ser amado.

Polvo de luna llena es la recreación de una leyenda en ciernes, narración que se ha difundido mucho últimamente en la región noreste de México; la encontramos tanto en relatos orales de la gente, como en diversas versiones de corridos interpretados por grupos musicales reconocidos en nuestro medio. Juan Ricardo le imprime un sello de originalidad utilizando descripciones y diálogos, además del extraño polvo que la luna vierte sobre la protagonista.

Una misteriosa montaña es el ambiente físico de la muerte en Despojos. Aquí, a través de un flujo de conciencia, el protagonista busca desesperada y confundidamente al ser amado, o lo que de él queda entre un cúmulo de restos humanos. El mensaje que se desprende es que amamos la carne, pero que, cuando ésta se ha consumido y de quien amamos sólo quedan huesos indiferenciados, ¿será posible que la materia trascienda a la esencia?

Cadena es un cuento enigmático en el que el lector tendrá que descubrir qué o quién es el intruso que interrumpe el maternal acto de amamantar a una criatura. Esta historia también procede de una leyenda norestense, comentada por nuestros padres y nuestros abuelos.

El singular personaje que aparece en todos los barrios o las comunidades lo encontramos en Rosalío, un ser despreciable que ha coexistido en la vida infantil de la chamacada que le teme y le odia, por lo que no desaprovecha la oportunidad para jugarle una inocente, pero aleccionadora travesura. Rosalío, en la ficción del autor, ha dejado de ser el “viejo del costal” para convertirse en el “odioso de la carretilla”.

La orfandad en retrospectiva es el tema de Buscando a mamá. La casi obligada desintegración familiar cuando falta alguno de los padres, así como las tristezas y desventuras por las que atraviesan los hijos, son narrados con una percepción muy particular del mayor de ellos al vivenciar la pérdida sufrida, desde que ésta ocurre hasta el momento en que ya es un anciano y presiente la llegada de su propia muerte.

Ave Fénix resulta de un paralelismo conceptual entre lo que es el final de la existencia de un octogenario abatido por mortales achaques y el ancestral mito del ave que resurge de las cenizas. Quizá Juan Ricardo quiere decirnos su particular punto de vista sobre la resurrección, el momento en que muchos dicen que el alma deja el cuerpo terrenal para pasar a un estado de inmortalidad y gozo eterno.

Más que un cuento, por su estructura y extensión, Amanda es un romántico relato en el que el amor de la pubertad es tratado de manera inocente. Es la historia del amor ideal que todo ser humano experimenta y que cultiva con la ilusión de una mirada, de una foto; con el ansia apremiante por encontrarse y con el inexplicable temor por ser descubierto.

Así, entre la polifacética muerte; entre amores juveniles, y otros traicionados; entre sapos, hormigas, alacranes, camaleones y algún otro ente que debe descubrirse; entre personajes cotidianos, y otros que ya se fueron; Juan Ricardo Martínez, a través de un lenguaje directo, en ocasiones rudo, pero eminentemente literario, nos da a conocer sus mundos posibles en esta publicación que es sólo una antología de los múltiples trabajos narrativos que ha realizado; y que son, indudablemente, de una calidad artística extraordinaria.

El lector de este material establecerá inmediatamente una relación de empatía con el autor, desentrañando las tramas que él ha urdido en cada narración, identificando personas y situaciones comunes, aceptando o rechazando sus planteamientos, en suma, comunicándose a través del inagotable canal de la literatura.

sábado, 9 de junio de 2018

Sobre “Relámpagos que fueron”




Comentarios de Genaro Saúl Reyes



Hablar con J. R. M. Ávila significa estar pensando, charlando sobre cuestiones de las culturas populares, pero también de cómo esas culturas populares necesitan quedar registradas en un libro y a través de la creación literaria.

“Relámpagos que fueron” es un texto en el que estamos sintiendo por un lado el reportaje y por otro la novela. Si se hubiese escrito en el estilo de otros libros que hablan de grupos regionales (Cadetes de Linares, Alegres de Terán, Rancheritos de Topo Chico), no quedaría más que la crónica sobre el grupo, pero aquí, algo que me gustó mucho, es la construcción de los personajes. Cómo se construye el personaje de Cornelio y cómo se construye el personaje de Ramón, y en determinado momento se fusionan esas dos vidas.

El libro trasciende el solo hecho de hablar de un grupo de música regional. Estamos viendo a dos muchachos con deseos de salir adelante, dos muchachos que se fueron criando entre golpes de la vida. La gente no necesita saber quiénes fueron “Los Relámpagos del Norte” porque los personajes nos van dando una historia, independientemente del grupo real.

Recomiendo ampliamente “Relámpagos que fueron”. Conozcan o no a “Los Relámpagos del Norte”, el libro se sostiene por sí mismo, por la creación de anécdotas en las cuales van viviendo y conviviendo los personajes. Otro punto interesante es cómo el autor logra construir una atmósfera del Monterrey de los años 50, 60 y principios de los 70.

Como lector, veo unos personajes que valen por sí mismos. Y desde ahí es que invito a que se acerquen a “Relámpagos que fueron”. Quienes gustan de “Los Relámpagos del Norte” van a encontrar desde el principio de su carrera hasta su separación, pasando por su época de esplendor. Si no saben quiénes son ellos, descubrirán a dos personajes entrañables que son Cornelio y Ramón, con dos caracteres distintos que, más que pretender ser músicos, tienen una visión en común, que es la de ser alguien. Lo que se ve es su lucha por salir de un medio que los estaba aplastando.

Nos encontramos además con personajes que existen, que están en la realidad, los que les dieron las primeras oportunidades, la marca de discos BEGO, que fue muy importante. Estos aspectos nos llevan también a ubicarlos, por un lado, en el contexto nuevoleonés y, por otro, en el contexto de los chicanos.

El hecho de que la novela (la lectura que yo hice fue de una novela) se haya manejado de una manera híbrida es la mejor solución para este texto.

El libro va a ir ganando y ganando terreno, de tal manera que llegará el momento en que se convierta en libro de consulta obligada.

Por todo lo anterior, los invito a leer “Relámpagos que fueron”, de J. R. M. Ávila.

miércoles, 6 de junio de 2018

El mito de Los Relámpagos del Norte




Texto de Yuliana Rivera




Voy a jugarme un albur
con una baraja de oro
pues si la gano, ya estuvo
y si la pierdo, ni modo
porque yo soy de los hombres
que cuando pierdo no lloro

Los Relámpagos del Norte



Tras dos años de haberse conocido y tocar en cantinas con el nombre de Dueto Carta Blanca, y deteriorado el mismo luego del abandono de Juan Peña, Ramón Ayala y Cornelio Reyna formaron en los años sesenta un dueto de música norteña[1] al cual llamaron Los Relámpagos del Norte. Cuatro décadas han pasado desde su integración y aún sigue corriendo tinta acerca de ellos.

Cuenta la leyenda que fue Ayala quien, cansado de sortear la mala suerte, una noche en que estaba afuera del Salón Monterrey en la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, decidió cambiar el nombre del conjunto –y con ello su mala racha-, de Dueto Carta Blanca a Los Relámpagos del Norte. Cornelio y Ramón no sabían que aquel insignificante cambio surtiría efecto y que los llevaría a sacar la música norteña de las cantinas. El nombre les sentó bien y rápido llegaron a oídos de un productor llamado Paulino Bernal que vino de Estados Unidos a escucharlos y les propuso grabar un disco:[2] “¿Sabes qué es lo que más me gusta  de que grabemos un disco?”, pregunta Ramón. Cuando Cornelio le contesta que no, continúa: “Que ya no vamos a tener que cantar en cantinas”. Cornelio sonríe y a su vez pregunta: “¿Y tú sabes qué es lo que más me gusta de que grabemos?”. Como Ramón no contesta, agrega: “Que me voy a poder comprar pantalones”.[3]

La travesía de estos relámpagos ha sido, por lo menos en dos ocasiones, materia para la literatura. Recientemente, el escritor J. R. M. Ávila, en Relámpagos que fueron (2016), narró y ficcionalizó la crónica del dueto. Cuando recurre a las fechas es con la finalidad de anclar al lector en una realidad histórica, pero lo sustancial del relato lo encontramos cuando el autor echa mano de la imaginación y recrea la leyenda a partir de lo que se ha dicho de ellos. Así pues, la trama se centra en narrar las anécdotas de los personajes desde el día en que nacieron, cuando tienen contacto por primera vez con la música, pasando por las peripecias y adversidades familiares que sortearon antes, durante y después de conocerse, hasta consolidarse como un dueto musical. Ávila apunta en el colofón: “Esta es una historia urdida para contar las andanzas de dos hombres que trascendieron en la música del norte de México. Es la historia posible de dos hombres […] En cuanto [a] si es o no verdadera, sólo Cornelio Reyna y Ramón Ayala podrían decirlo”.[4]

Sobre el dueto ya había escrito también una novela Luis Humberto Crosthwaite: Idos de la mente. La increíble y (a veces) triste historia de Ramón y Cornelio (Joaquín Mortiz, 2001). Crosthwaite, un relámpago en las letras mexicanas, tituló así su novela evocando uno de los éxitos más conocidos por los fanáticos del dueto. Sin embargo, no hay punto de comparación entre la novela de Luis Humberto y la propuesta de Ávila. Idos… es un texto complejo por todas las intertextualidades que lo conforman, incluso se ha dicho que la novela está escrita de manera musical. Esta, “…su segunda novela, toma como base la estructura del corrido norteño mexicano para contar la historia de Ramón y Cornelio”[5]; en cambio la narración de Ávila es menos experimental y artificiosa.

Lo interesante de la crónica narrativa de Ávila es que no pretende beatificar a los personajes –como apunta el propio autor en el colofón-, sino pintarnos sus matices, presentándolos a través de una prosa amena, ágil y legible para el lector, un punto a favor del libro, pues Cornelio  y Ramón pertenecen al universo de lo popular. No obstante, la historia de Los Relámpagos del Norte hoy es más mito que realidad, de lo contrario no podría entenderse la trascendencia de los personajes en la memoria colectiva del norte mexicano y del sur de los Estados Unidos. Ya se sabe “…el mito no sólo se construye desde arriba, sino que su contraparte y refrendo se encuentran en la vida social de los sectores populares. El mito no se valida en la veracidad histórica, sino en su funcionalidad social”.[6]

Según el especialista José Manuel Valenzuela, para Lévi-Strauss el mito se inserta en estructuras mentales comunes, pero al mismo tiempo produce y genera prácticas simbólicas y elementos de identidad; en este sentido es que puede reconocerse al dueto como un productor y generador de música plenamente asociada a una región y un tiempo:

En la frontera norte de México y sur de Estados Unidos existe una gran cantidad de sucesos y personajes que se han constituido como referentes fundamentales de la conciencia colectiva, en la medida en que su biografía y su obra establecen lazos que se insertan en las aspiraciones sociales […] de las cuales reinventan la grisácea cotidianidad de los de abajo[7].

Por ejemplo, ambos personajes nacieron en un contexto marginal y carecieron de recursos económicos. Son gente de a pie que puso su fe y su empeño en salir de la miseria y que no descansó hasta lograrlo pese a todas las adversidades. Fueron gente real, como cualquiera que se encomienda todos los días a su fe y está a la caza de que aparezca una oportunidad para mostrar su talento. ¿Quién no ha soñado con ese momento? ¿Quién no ha dicho “sé que nací para esto”? Si tenemos la capacidad de soñarnos héroes es porque lo hemos heredado. La humanidad siempre ha ejercido prácticas religiosas donde echa mano de lo mágico para responder a sus necesidades, y ¿por qué no?, dotar de sentido su cotidianeidad[8].

Ramón Ayala, según el relato, había sido bolero, pero se sabía predestinado a ser El rey del acordeón: “‘No tienes manos de bolero’ […] ‘¿Y entonces de qué las tengo?’ […] ‘No sé, a lo mejor de acordeonista’”[9]. En tanto, Cornelio había vivido con su primera esposa en una casa improvisada debajo de un árbol antes de abandonar la cantina El Cadillac para siempre. Cuando dejaron de presentarse en la cantina donde se conocieron, se alegraron mucho porque se iniciaba el camino para el que estaban destinados. El lector disfruta este momento en el relato pues ha recorrido el viaje junto con ellos desde sus inicios, cantando en los camiones y en las cantinas en compañía de sus padres, de quienes heredaron la tradición musical norteña. Después de grabar su primer disco, Los Relámpagos del Norte, con su sencillo “Ya no llores” (1963), ya no hubo vuelta atrás: el éxito los había alcanzado. Aquel primer hit fue interpretado para la película La captura de Gabino Barrera (1970), dirigida por René Cardona y con las actuaciones de Antonio Aguilar y Eleazar García Chelelo. Su participación en el cine mexicano al lado de quienes habían sido su inspiración, como Antonio Aguilar, les permite introducirse más en la memoria colectiva mexicana.

En 1997, cuando falleció Cornelio Reyna, el Senado del estado de Texas declaró un día de duelo, y un año más tarde pasó a formar parte del Salón de la Fama de San Antonio Texas. El rey del acordeón, como se conoce hoy a Ramón Ayala, sigue tocando en conciertos, bailes y presentaciones privadas; además, según cuenta Ávila, Ayala está arraigado temporalmente en su domicilio porque se le acusa de cantar para un cártel del narcotráfico. Pero, por si no he logrado convencer al lector del halo mitológico que envuelve a ambos personajes, habría que volver al relato de Ávila, donde éste apunta que Ayala, pese a lo que se dice de su relación con el narcotráfico, apadrina conjuntos que se inician en el ambiente musical norteño y en Hidalgo, Texas realiza posadas navideñas en las que regala juguetes a niños de escasos recursos.

Es imposible no aferrarse a la idea de que esta vida es una rueda de la fortuna donde hoy se puede estar abajo y mañana bien arriba. Más vale mantener viva esa sentencia popular, de lo contrario, ¿qué nos impulsa a continuar cada mañana cuando suena el despertador? Más vale creer que la leyenda de Los Relámpagos del Norte fue así y que los grandes personajes pueden venir de muy abajo. La historia de Cornelio Reyna y Ramón Ayala, sea cierta o no, sobre todo me excita a imaginar, a reconstruir los pasos y seguir la historia del par de músicos norteños que, como dice el autor de la crónica en una entrevista, “fueron unos relámpagos” pues apenas duraron como dueto 10 años, aproximadamente, y que por eso tituló así el libro: Relámpagos que fueron, sin embargo, aún sigue corriendo tinta acerca de ellos.



Yuliana Rivera es maestra en literatura Mexicana por el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias (ILL-L) de la Universidad Veracruzana (UV). Actualmente es profesora en los Talleres Libres de Arte de la misma universidad.



[1] Cada lector deberá imaginar y ubicar el norte pues, como se sabe, no sólo es una región geográfica.
[2] Con la propuesta de grabación de un disco, así como el hecho del cambio al nombre del dueto, Ramón decide sustituir su apellido Covarrubias por el de Ayala. Sus razones aún se desconocen, pero desde entonces usa ese apellido.
[3] J. R. M. Ávila, Relámpagos que fueron (Monterrey, UANL, 2016), 176.
[4] Ibid, p. 213.
[5] Tarik Torres, “‘Misa Fronteriza’, de Luis Humberto Crosthwaite: Literatura e identidad desde la frontera”, Gramma, XXVI, 55 (2015): 112.
[6] José Manuel Valenzuela Arce, Entre la magia y la historia. Tradiciones, mitos y leyendas de la frontera (Tijuana: El Colegio de la Frontera Norte, 2000), 2017.
[7] Ibid, p. 18.
[8]Nohemí Quezada explica que la misma religión, con todo y su sistema organizado, ha sostenido elementos mágicos originados en prácticas populares, como la superstición, incluso, las formas de sanación.
[9] J. R. M. Ávila, Relámpagos que fueron (Monterrey, UANL, 2016), 132.

jueves, 24 de mayo de 2018

Una Guerra Perdida o la maestría escritural de un regiomontano



Reseña escrita por Daniel Baruc Espinal Rivera.

A Juan Ricardo Martínez Ávila lo conocí en la década de los noventas, en la Casa de la Cultura de Monterrey, cuando la SOGEM tuvo a bien abrir una filial de su “Escuela de Escritores” en la capital del estado de Nuevo León. Tal escuela fue, a todas luces, una experiencia enriquecedora, una experiencia en la que participaron muchos jóvenes, hombres y mujeres, residentes en la ciudad de Monterrey y en sus municipios vecinos.

En ese tiempo yo también era joven, tendría a lo sumo 30 años. De ese tiempo conservo a muchos amigos muy valiosos, aunque algunos otros, entrañables, ya han muerto.

Algunos de aquellos jóvenes que participaron de la “Escuela de Escritores” de la SOGEM, con el devenir del tiempo hicieron de la literatura una experiencia marginal en sus vidas, la redujeron a una buena experiencia de juventud, algo interesante para contarse a los nietos; pero otros han seguido trabajando diligentemente, luchando día a día y cuerpo a cuerpo con la literatura, como Jacob luchó con Dios a los pies de la escalera celestial; y estos últimos, como era de esperarse, han logrado destacar en el campo de las letras.

De ese entrañable grupo de la Escuela de Escritores recuerdo de una manera especial a la inteligente Gloria Balleza (fallecida a causa del cáncer hace ya unos años), al gran escritor de estilo rulfiano Zacarías Jiménez (también fallecido hace un par de años), a la poeta Lucía Yépez, y al escritor que hoy nos ocupa, el estimado Juan Ricardo (J.R. M. Ávila), uno de los que han ido sobresaliendo con paso firme, y sobre todo a contracorriente.

Desde sus primeros cuentos Juan Ricardo mostró mucha habilidad narrativa, habilidad que fue puliendo con la práctica. Luego, del género del cuento migró a la novela. Y el año pasado nos ha sorprendido con una deliciosa novela histórica llamada “La Guerra Perdida”. Digo deliciosa porque “mi yo lector” disfrutó esta novela muchísimo, gracias a la fluida y algunas veces hasta poética narración del autor. Y eso a pesar de no ser una historia lineal, o quizás precisamente por eso.

Me encantó la manera en que Juan Ricardo Martínez Ávila se arriesgó a contar la historia a partir de cartas, diarios, crónicas de las batallas, bandos del ejército invasor, puntos de vistas de los invasores, cartas de un soldado a su hermano en Estados Unidos, pero sobre todo a través de la mirada atónita y desamparada de los personajes de los pueblos y municipios cercanos a Monterrey, la metrópoli, poblados a donde iba el invasor a saquear los graneros, dejar vacíos los establos, violar a las mujeres delante de sus esposos, hijos y hermanos, y asesinar a los hombres que se oponían a tan degradantes hechos.

El autor ha sido capaz de transmitirnos el ambiente de frustración, tristeza enorme y desamparo total que tuvo que acompañar ese momento histórico de México. Ese periodo histórico es conocido como la “Guerra del 47”, pero se extiende del 1846 al 1848 y es el tiempo de la invasión de los ejércitos expansionistas norteamericanos a México, su vecino sureño. No solamente afectó al norte, pues los invasores bombardearon Veracruz y ocuparon la ciudad capital, pero en el norte del país se esmeraron en sus notas de crueldad y fue notorio su impacto en los estados de Nuevo León, Chihuahua, San Luis Potosí, Tamaulipas y Coahuila. Esos pueblos no podían esperar ninguna ayuda de nadie pues en todo México se peleaba contra el invasor y reinaba la idea de que cada quien debía rascarse con sus propias uñas. El caos era generalizado, y el miedo también. Y como en toda guerra, las mujeres llevaron la peor parte.

Para mí que, como extranjero, hijo del Caribe, llegué a Nuevo León (a Monterrey, específicamente) y que conocí paulatinamente algunos de los pueblos y municipios del estado como lo son Marín, Apodaca, Linares, los Herrera, Candela, China y Los Ramones, me encantó recorrer esos lugares, esas comarcas, a lomos de los personajes de esta novela, más de ciento cincuenta años antes. Fue un magnífico viaje al pasado, algo que se agradece.

Por otro lado, la manera en que Juan Ricardo Martínez Ávila manejó los datos disponibles, los fragmentos de historias, los motivos de los personajes, dejó espacio para cierta forma de onirismo, de fascinación, de asombro.

El escritor Hallo Müller en “Apuntes para una definición de la novela histórica”, dice que “una novela histórica es una construcción perspectivista (que adopta un ángulo de vista determinado sobre la época novelada), estéticamente ordenada, de situaciones documentables, a caballo entre la ficción y la referencialidad, construcción dirigida por un determinado autor a un determinado público en un determinado momento”.

Por su parte, Fernando del Paso dice que toda novela es histórica por el hecho de hablar de una época y de un lugar, pues tiempo y espacio son los que determinan la historia y la realidad misma.

Según Wikipedia “La novela histórica es un subgénero narrativo que se configuró en el romanticismo del siglo XIX y que ha continuado desarrollándose con bastante éxito en los siglos XX y XXI. Utilizando un argumento de ficción, como cualquier novela, tiene la característica de que este se sitúa en un momento histórico concreto y los acontecimientos históricos reales suelen tener cierta relevancia en el desarrollo del argumento. La presencia de datos históricos en la narración puede tener mayor o menor grado de profundidad. También es habitual que este tipo de novelas tengan como protagonista a un personaje histórico real o ficticio a través del cual se desarrolla la ficción”.

Excelentes novelas históricas sabemos que fueron “Espartaco” de Howard Fast, “Yo Claudio” de Robert Graves, "¿Quo Vadis?" de Henrik Sienkiewicz, “Ivanhoe” de Sir Walter Scott, “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, y “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar. Y a nivel de México podemos recordar: “Noticias del imperio” de Fernando del Paso, “Los de abajo” de Mariano Azuela, “Crónicas de la intervención” de Juan García Ponce, “El dios de la lluvia llora sobre México”, de László Passuth, “El corazón de Piedra verde”, de Salvador de Madariaga, y “El seductor de la patria” de Enrique Serna.

Para mí, “La guerra perdida” es una novela histórica en toda la extensión de la palabra, pues inquiere en el pasado de Monterrey, en su historia de vejación ante el violento vecino del norte, y trata de hacer una relectura de los hechos del pasado, aunque sea a partir de una gran historia de amor de sus dos personajes principales: Claudio Solís y Rita Benavides.

Durante toda la novela uno está con el alma en vilo, deseando que ellos, Rita y Claudio, los dos amantes desgraciados que han tenido que separarse en medio de una guerra, al final se reúnan de nuevo y el amor pueda vencer sobre las vicisitudes, la violencia y la muerte.

Claudio ha dejado a Rita encargada con unos ancianos desconocidos, en un rancho sin nombre, y no ha podido regresar por ella, y vive con el temor de que los invasores lleguen primero y la ultrajen y la maten, como suelen hacer. Uno se engancha en este temor y en esta ansiedad y camina la novela con el protagonista, entre miedo y descampado, siempre huyendo de los pueblos principales, perseguido por los invasores y también por el ejército mexicano. Pero el autor es tan generoso que, a pesar de hacernos sufrir hasta con las pesadillas constantes del personaje, nos concede el milagro, como dios providente: al final se realiza el deseado reencuentro entre Rita y Claudio.

Durante toda la novela, y en medio de la búsqueda, la guerra es el telón de fondo.

Deja un buen sabor de boca éste reencuentro final de los amantes y en las últimas líneas de la novela uno se da cuenta de los dos niveles a los que apunta el título de esta obra: a una guerra que lamentablemente se perdió, la guerra de los regios contra los invasores gringos, pero también a una mujer, a una amante, a la hermosa y joven Rita, un amor que pasó toda una guerra perdida, y que sólo al final es recuperada por su amado. Así que la novela también nos deja una nota de esperanza: no todo está perdido.

Me quedo, pues, con el buen sabor de boca de esta pequeña novela de Juan Ricardo Martínez Ávila, y me quito el sombrero ante su destreza narrativa y su trazo certero y profundo de los personajes. ¡Enhorabuena!