jueves, 5 de julio de 2018

"Ave Fénix" de J. R. M. Ávila




Por Raymundo Gerardo Elizondo Ríos



El hecho de escribir es en sí mismo un acto de liberación y de libertad. Liberación al expresar la interioridad de los pensamientos y libertad al comunicarlos para que sean compartidos con los demás.

Expresión y comunicación son dos procesos complementarios e imprescindibles de la manifestación humana. Sin embargo, cuando se escribe por iniciativa propia empleando la imaginación para re-crear la realidad, estos dos procesos se subliman para presentar una nueva realidad conformada por la ficción. Ficción que nos ofrece no mundos mágicos o increíbles, sino mundos construidos en la perspectiva de lo pensable y de lo posible. Así, la obra literaria expresa, comunica y re-crea estableciendo su vigencia más allá de los tiempos y de los espacios a los que se circunscribe la existencia humana.

Juan Ricardo Martínez se ha asumido en la tarea de escribir para darnos a conocer sus mundos pensables y posibles en esta colección de cuentos (y un relato) agrupados bajo el título de “Ave Fénix”.

Las narraciones que componen esta publicación ponen de manifiesto la formación personal e intelectual de su autor. Su infancia transcurrida en el seno de la tranquilidad familiar, en El Mezquital, Apodaca, N.L. y su paso por la primaria en la misma comunidad, su adolescencia y juventud en la secundaria de la cabecera municipal y en la Escuela Normal “Miguel F. Martínez”. Sus estudios en la Normal Superior “Moisés Sáenz Garza”, así como de posgrado en la Escuela de Graduados de la misma institución.

Pero por encima de todo esto, Juan Ricardo ha cultivado siempre dos disciplinas que lo han llevado a desarrollar su natural habilidad y vocación para escribir: la lectura y la investigación. Disciplinas realizadas fuera de todo formalismo u obligación, más bien como una necesidad de encontrarse y definirse a sí mismo en una sociedad que le plantea interrogantes que él resuelve a través de la ficción, entendida ésta en los términos expuestos al inicio de este escrito.

Lectura e investigación han convertido a Juan Ricardo en un autodidacta que recoge una vivencia, una leyenda, una simple conversación, un personaje de la comunidad, un evocador recuerdo, entre muchas otras cosas, para dimensionarlos literariamente y presentarnos su propia realidad mediante cuentos y relatos.

No somos de la idea de clasificar o encasillar una obra literaria en algunas de tantas corrientes o tendencias existentes o por existir; es obvio que las lecturas de otros influyan en la formación de un escritor; sin embargo, en la producción de Juan Ricardo Martínez observamos una síntesis intelectual de lo vivido, de lo estudiado, de lo leído y también, por qué no decirlo, de lo pensado y lo pensable. De tal suerte que no hay en esta producción una actitud “esnobista” o intelectualoide por imitar o seguir a los grandes narradores (muy común entre algunos que escriben), sino una claridad de pensamiento matizado por el poder de la ficción, para objetivarse en la fluidez y la amenidad de la escritura. Así, en la obra narrativa que aquí se presenta no podemos hablar de imitación fatua, sino de originalidad fecunda.

Esta originalidad se pone de manifiesto cuando a través de un estático y pasmoso sapo, el autor nos expresa y comunica el dominio que sobre el otro ejerce uno de los miembros de la pareja, o cuando a través de un milenario y enigmático camaleón nos hace sentir el miedo natural del hombre hacia lo inexplicable; o bien, cuando un árbol es testigo de la pérdida de la inocencia de una niña en un acto de brutal instinto, antes que de amor y deseo realizado.

Por otra parte, algunos de los cuentos de esta colección revelan una crueldad sublime. Sólo leyendo Un oscuro silencio, La noche de los alacranes, De mala sombra y Donde la letra acecha entenderemos el porqué de esta paradójica afirmación.

La aparición recurrente de la muerte es otra de las características de las narraciones de esta obra. Es interesante cómo nos presenta Juan Ricardo este fenómeno inherente a la vida del hombre: como resultado de silenciosas y planeadas venganzas; como la dama que se invita a bailar para luego, de manera muy caballerosa, acompañarla hasta su casa; como la mujer con quien se platica para contarle lo que ocurre en el hogar que ha dejado en la orfandad; como un estado de resurrección en el que un anciano se transfigura en mítico personaje después de sucumbir ante penosas enfermedades; como evocador recuerdo del abuelo cuyo anhelo era tener un cuarto para leer y como un ambiente de tinieblas en el que la angustia guía la búsqueda del ser amado.

Polvo de luna llena es la recreación de una leyenda en ciernes, narración que se ha difundido mucho últimamente en la región noreste de México; la encontramos tanto en relatos orales de la gente, como en diversas versiones de corridos interpretados por grupos musicales reconocidos en nuestro medio. Juan Ricardo le imprime un sello de originalidad utilizando descripciones y diálogos, además del extraño polvo que la luna vierte sobre la protagonista.

Una misteriosa montaña es el ambiente físico de la muerte en Despojos. Aquí, a través de un flujo de conciencia, el protagonista busca desesperada y confundidamente al ser amado, o lo que de él queda entre un cúmulo de restos humanos. El mensaje que se desprende es que amamos la carne, pero que, cuando ésta se ha consumido y de quien amamos sólo quedan huesos indiferenciados, ¿será posible que la materia trascienda a la esencia?

Cadena es un cuento enigmático en el que el lector tendrá que descubrir qué o quién es el intruso que interrumpe el maternal acto de amamantar a una criatura. Esta historia también procede de una leyenda norestense, comentada por nuestros padres y nuestros abuelos.

El singular personaje que aparece en todos los barrios o las comunidades lo encontramos en Rosalío, un ser despreciable que ha coexistido en la vida infantil de la chamacada que le teme y le odia, por lo que no desaprovecha la oportunidad para jugarle una inocente, pero aleccionadora travesura. Rosalío, en la ficción del autor, ha dejado de ser el “viejo del costal” para convertirse en el “odioso de la carretilla”.

La orfandad en retrospectiva es el tema de Buscando a mamá. La casi obligada desintegración familiar cuando falta alguno de los padres, así como las tristezas y desventuras por las que atraviesan los hijos, son narrados con una percepción muy particular del mayor de ellos al vivenciar la pérdida sufrida, desde que ésta ocurre hasta el momento en que ya es un anciano y presiente la llegada de su propia muerte.

Ave Fénix resulta de un paralelismo conceptual entre lo que es el final de la existencia de un octogenario abatido por mortales achaques y el ancestral mito del ave que resurge de las cenizas. Quizá Juan Ricardo quiere decirnos su particular punto de vista sobre la resurrección, el momento en que muchos dicen que el alma deja el cuerpo terrenal para pasar a un estado de inmortalidad y gozo eterno.

Más que un cuento, por su estructura y extensión, Amanda es un romántico relato en el que el amor de la pubertad es tratado de manera inocente. Es la historia del amor ideal que todo ser humano experimenta y que cultiva con la ilusión de una mirada, de una foto; con el ansia apremiante por encontrarse y con el inexplicable temor por ser descubierto.

Así, entre la polifacética muerte; entre amores juveniles, y otros traicionados; entre sapos, hormigas, alacranes, camaleones y algún otro ente que debe descubrirse; entre personajes cotidianos, y otros que ya se fueron; Juan Ricardo Martínez, a través de un lenguaje directo, en ocasiones rudo, pero eminentemente literario, nos da a conocer sus mundos posibles en esta publicación que es sólo una antología de los múltiples trabajos narrativos que ha realizado; y que son, indudablemente, de una calidad artística extraordinaria.

El lector de este material establecerá inmediatamente una relación de empatía con el autor, desentrañando las tramas que él ha urdido en cada narración, identificando personas y situaciones comunes, aceptando o rechazando sus planteamientos, en suma, comunicándose a través del inagotable canal de la literatura.

sábado, 9 de junio de 2018

Sobre “Relámpagos que fueron”




Comentarios de Genaro Saúl Reyes



Hablar con J. R. M. Ávila significa estar pensando, charlando sobre cuestiones de las culturas populares, pero también de cómo esas culturas populares necesitan quedar registradas en un libro y a través de la creación literaria.

“Relámpagos que fueron” es un texto en el que estamos sintiendo por un lado el reportaje y por otro la novela. Si se hubiese escrito en el estilo de otros libros que hablan de grupos regionales (Cadetes de Linares, Alegres de Terán, Rancheritos de Topo Chico), no quedaría más que la crónica sobre el grupo, pero aquí, algo que me gustó mucho, es la construcción de los personajes. Cómo se construye el personaje de Cornelio y cómo se construye el personaje de Ramón, y en determinado momento se fusionan esas dos vidas.

El libro trasciende el solo hecho de hablar de un grupo de música regional. Estamos viendo a dos muchachos con deseos de salir adelante, dos muchachos que se fueron criando entre golpes de la vida. La gente no necesita saber quiénes fueron “Los Relámpagos del Norte” porque los personajes nos van dando una historia, independientemente del grupo real.

Recomiendo ampliamente “Relámpagos que fueron”. Conozcan o no a “Los Relámpagos del Norte”, el libro se sostiene por sí mismo, por la creación de anécdotas en las cuales van viviendo y conviviendo los personajes. Otro punto interesante es cómo el autor logra construir una atmósfera del Monterrey de los años 50, 60 y principios de los 70.

Como lector, veo unos personajes que valen por sí mismos. Y desde ahí es que invito a que se acerquen a “Relámpagos que fueron”. Quienes gustan de “Los Relámpagos del Norte” van a encontrar desde el principio de su carrera hasta su separación, pasando por su época de esplendor. Si no saben quiénes son ellos, descubrirán a dos personajes entrañables que son Cornelio y Ramón, con dos caracteres distintos que, más que pretender ser músicos, tienen una visión en común, que es la de ser alguien. Lo que se ve es su lucha por salir de un medio que los estaba aplastando.

Nos encontramos además con personajes que existen, que están en la realidad, los que les dieron las primeras oportunidades, la marca de discos BEGO, que fue muy importante. Estos aspectos nos llevan también a ubicarlos, por un lado, en el contexto nuevoleonés y, por otro, en el contexto de los chicanos.

El hecho de que la novela (la lectura que yo hice fue de una novela) se haya manejado de una manera híbrida es la mejor solución para este texto.

El libro va a ir ganando y ganando terreno, de tal manera que llegará el momento en que se convierta en libro de consulta obligada.

Por todo lo anterior, los invito a leer “Relámpagos que fueron”, de J. R. M. Ávila.

miércoles, 6 de junio de 2018

El mito de Los Relámpagos del Norte




Texto de Yuliana Rivera




Voy a jugarme un albur
con una baraja de oro
pues si la gano, ya estuvo
y si la pierdo, ni modo
porque yo soy de los hombres
que cuando pierdo no lloro

Los Relámpagos del Norte



Tras dos años de haberse conocido y tocar en cantinas con el nombre de Dueto Carta Blanca, y deteriorado el mismo luego del abandono de Juan Peña, Ramón Ayala y Cornelio Reyna formaron en los años sesenta un dueto de música norteña[1] al cual llamaron Los Relámpagos del Norte. Cuatro décadas han pasado desde su integración y aún sigue corriendo tinta acerca de ellos.

Cuenta la leyenda que fue Ayala quien, cansado de sortear la mala suerte, una noche en que estaba afuera del Salón Monterrey en la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, decidió cambiar el nombre del conjunto –y con ello su mala racha-, de Dueto Carta Blanca a Los Relámpagos del Norte. Cornelio y Ramón no sabían que aquel insignificante cambio surtiría efecto y que los llevaría a sacar la música norteña de las cantinas. El nombre les sentó bien y rápido llegaron a oídos de un productor llamado Paulino Bernal que vino de Estados Unidos a escucharlos y les propuso grabar un disco:[2] “¿Sabes qué es lo que más me gusta  de que grabemos un disco?”, pregunta Ramón. Cuando Cornelio le contesta que no, continúa: “Que ya no vamos a tener que cantar en cantinas”. Cornelio sonríe y a su vez pregunta: “¿Y tú sabes qué es lo que más me gusta de que grabemos?”. Como Ramón no contesta, agrega: “Que me voy a poder comprar pantalones”.[3]

La travesía de estos relámpagos ha sido, por lo menos en dos ocasiones, materia para la literatura. Recientemente, el escritor J. R. M. Ávila, en Relámpagos que fueron (2016), narró y ficcionalizó la crónica del dueto. Cuando recurre a las fechas es con la finalidad de anclar al lector en una realidad histórica, pero lo sustancial del relato lo encontramos cuando el autor echa mano de la imaginación y recrea la leyenda a partir de lo que se ha dicho de ellos. Así pues, la trama se centra en narrar las anécdotas de los personajes desde el día en que nacieron, cuando tienen contacto por primera vez con la música, pasando por las peripecias y adversidades familiares que sortearon antes, durante y después de conocerse, hasta consolidarse como un dueto musical. Ávila apunta en el colofón: “Esta es una historia urdida para contar las andanzas de dos hombres que trascendieron en la música del norte de México. Es la historia posible de dos hombres […] En cuanto [a] si es o no verdadera, sólo Cornelio Reyna y Ramón Ayala podrían decirlo”.[4]

Sobre el dueto ya había escrito también una novela Luis Humberto Crosthwaite: Idos de la mente. La increíble y (a veces) triste historia de Ramón y Cornelio (Joaquín Mortiz, 2001). Crosthwaite, un relámpago en las letras mexicanas, tituló así su novela evocando uno de los éxitos más conocidos por los fanáticos del dueto. Sin embargo, no hay punto de comparación entre la novela de Luis Humberto y la propuesta de Ávila. Idos… es un texto complejo por todas las intertextualidades que lo conforman, incluso se ha dicho que la novela está escrita de manera musical. Esta, “…su segunda novela, toma como base la estructura del corrido norteño mexicano para contar la historia de Ramón y Cornelio”[5]; en cambio la narración de Ávila es menos experimental y artificiosa.

Lo interesante de la crónica narrativa de Ávila es que no pretende beatificar a los personajes –como apunta el propio autor en el colofón-, sino pintarnos sus matices, presentándolos a través de una prosa amena, ágil y legible para el lector, un punto a favor del libro, pues Cornelio  y Ramón pertenecen al universo de lo popular. No obstante, la historia de Los Relámpagos del Norte hoy es más mito que realidad, de lo contrario no podría entenderse la trascendencia de los personajes en la memoria colectiva del norte mexicano y del sur de los Estados Unidos. Ya se sabe “…el mito no sólo se construye desde arriba, sino que su contraparte y refrendo se encuentran en la vida social de los sectores populares. El mito no se valida en la veracidad histórica, sino en su funcionalidad social”.[6]

Según el especialista José Manuel Valenzuela, para Lévi-Strauss el mito se inserta en estructuras mentales comunes, pero al mismo tiempo produce y genera prácticas simbólicas y elementos de identidad; en este sentido es que puede reconocerse al dueto como un productor y generador de música plenamente asociada a una región y un tiempo:

En la frontera norte de México y sur de Estados Unidos existe una gran cantidad de sucesos y personajes que se han constituido como referentes fundamentales de la conciencia colectiva, en la medida en que su biografía y su obra establecen lazos que se insertan en las aspiraciones sociales […] de las cuales reinventan la grisácea cotidianidad de los de abajo[7].

Por ejemplo, ambos personajes nacieron en un contexto marginal y carecieron de recursos económicos. Son gente de a pie que puso su fe y su empeño en salir de la miseria y que no descansó hasta lograrlo pese a todas las adversidades. Fueron gente real, como cualquiera que se encomienda todos los días a su fe y está a la caza de que aparezca una oportunidad para mostrar su talento. ¿Quién no ha soñado con ese momento? ¿Quién no ha dicho “sé que nací para esto”? Si tenemos la capacidad de soñarnos héroes es porque lo hemos heredado. La humanidad siempre ha ejercido prácticas religiosas donde echa mano de lo mágico para responder a sus necesidades, y ¿por qué no?, dotar de sentido su cotidianeidad[8].

Ramón Ayala, según el relato, había sido bolero, pero se sabía predestinado a ser El rey del acordeón: “‘No tienes manos de bolero’ […] ‘¿Y entonces de qué las tengo?’ […] ‘No sé, a lo mejor de acordeonista’”[9]. En tanto, Cornelio había vivido con su primera esposa en una casa improvisada debajo de un árbol antes de abandonar la cantina El Cadillac para siempre. Cuando dejaron de presentarse en la cantina donde se conocieron, se alegraron mucho porque se iniciaba el camino para el que estaban destinados. El lector disfruta este momento en el relato pues ha recorrido el viaje junto con ellos desde sus inicios, cantando en los camiones y en las cantinas en compañía de sus padres, de quienes heredaron la tradición musical norteña. Después de grabar su primer disco, Los Relámpagos del Norte, con su sencillo “Ya no llores” (1963), ya no hubo vuelta atrás: el éxito los había alcanzado. Aquel primer hit fue interpretado para la película La captura de Gabino Barrera (1970), dirigida por René Cardona y con las actuaciones de Antonio Aguilar y Eleazar García Chelelo. Su participación en el cine mexicano al lado de quienes habían sido su inspiración, como Antonio Aguilar, les permite introducirse más en la memoria colectiva mexicana.

En 1997, cuando falleció Cornelio Reyna, el Senado del estado de Texas declaró un día de duelo, y un año más tarde pasó a formar parte del Salón de la Fama de San Antonio Texas. El rey del acordeón, como se conoce hoy a Ramón Ayala, sigue tocando en conciertos, bailes y presentaciones privadas; además, según cuenta Ávila, Ayala está arraigado temporalmente en su domicilio porque se le acusa de cantar para un cártel del narcotráfico. Pero, por si no he logrado convencer al lector del halo mitológico que envuelve a ambos personajes, habría que volver al relato de Ávila, donde éste apunta que Ayala, pese a lo que se dice de su relación con el narcotráfico, apadrina conjuntos que se inician en el ambiente musical norteño y en Hidalgo, Texas realiza posadas navideñas en las que regala juguetes a niños de escasos recursos.

Es imposible no aferrarse a la idea de que esta vida es una rueda de la fortuna donde hoy se puede estar abajo y mañana bien arriba. Más vale mantener viva esa sentencia popular, de lo contrario, ¿qué nos impulsa a continuar cada mañana cuando suena el despertador? Más vale creer que la leyenda de Los Relámpagos del Norte fue así y que los grandes personajes pueden venir de muy abajo. La historia de Cornelio Reyna y Ramón Ayala, sea cierta o no, sobre todo me excita a imaginar, a reconstruir los pasos y seguir la historia del par de músicos norteños que, como dice el autor de la crónica en una entrevista, “fueron unos relámpagos” pues apenas duraron como dueto 10 años, aproximadamente, y que por eso tituló así el libro: Relámpagos que fueron, sin embargo, aún sigue corriendo tinta acerca de ellos.



Yuliana Rivera es maestra en literatura Mexicana por el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias (ILL-L) de la Universidad Veracruzana (UV). Actualmente es profesora en los Talleres Libres de Arte de la misma universidad.



[1] Cada lector deberá imaginar y ubicar el norte pues, como se sabe, no sólo es una región geográfica.
[2] Con la propuesta de grabación de un disco, así como el hecho del cambio al nombre del dueto, Ramón decide sustituir su apellido Covarrubias por el de Ayala. Sus razones aún se desconocen, pero desde entonces usa ese apellido.
[3] J. R. M. Ávila, Relámpagos que fueron (Monterrey, UANL, 2016), 176.
[4] Ibid, p. 213.
[5] Tarik Torres, “‘Misa Fronteriza’, de Luis Humberto Crosthwaite: Literatura e identidad desde la frontera”, Gramma, XXVI, 55 (2015): 112.
[6] José Manuel Valenzuela Arce, Entre la magia y la historia. Tradiciones, mitos y leyendas de la frontera (Tijuana: El Colegio de la Frontera Norte, 2000), 2017.
[7] Ibid, p. 18.
[8]Nohemí Quezada explica que la misma religión, con todo y su sistema organizado, ha sostenido elementos mágicos originados en prácticas populares, como la superstición, incluso, las formas de sanación.
[9] J. R. M. Ávila, Relámpagos que fueron (Monterrey, UANL, 2016), 132.

jueves, 24 de mayo de 2018

Una Guerra Perdida o la maestría escritural de un regiomontano



Reseña escrita por Daniel Baruc Espinal Rivera.

A Juan Ricardo Martínez Ávila lo conocí en la década de los noventas, en la Casa de la Cultura de Monterrey, cuando la SOGEM tuvo a bien abrir una filial de su “Escuela de Escritores” en la capital del estado de Nuevo León. Tal escuela fue, a todas luces, una experiencia enriquecedora, una experiencia en la que participaron muchos jóvenes, hombres y mujeres, residentes en la ciudad de Monterrey y en sus municipios vecinos.

En ese tiempo yo también era joven, tendría a lo sumo 30 años. De ese tiempo conservo a muchos amigos muy valiosos, aunque algunos otros, entrañables, ya han muerto.

Algunos de aquellos jóvenes que participaron de la “Escuela de Escritores” de la SOGEM, con el devenir del tiempo hicieron de la literatura una experiencia marginal en sus vidas, la redujeron a una buena experiencia de juventud, algo interesante para contarse a los nietos; pero otros han seguido trabajando diligentemente, luchando día a día y cuerpo a cuerpo con la literatura, como Jacob luchó con Dios a los pies de la escalera celestial; y estos últimos, como era de esperarse, han logrado destacar en el campo de las letras.

De ese entrañable grupo de la Escuela de Escritores recuerdo de una manera especial a la inteligente Gloria Balleza (fallecida a causa del cáncer hace ya unos años), al gran escritor de estilo rulfiano Zacarías Jiménez (también fallecido hace un par de años), a la poeta Lucía Yépez, y al escritor que hoy nos ocupa, el estimado Juan Ricardo (J.R. M. Ávila), uno de los que han ido sobresaliendo con paso firme, y sobre todo a contracorriente.

Desde sus primeros cuentos Juan Ricardo mostró mucha habilidad narrativa, habilidad que fue puliendo con la práctica. Luego, del género del cuento migró a la novela. Y el año pasado nos ha sorprendido con una deliciosa novela histórica llamada “La Guerra Perdida”. Digo deliciosa porque “mi yo lector” disfrutó esta novela muchísimo, gracias a la fluida y algunas veces hasta poética narración del autor. Y eso a pesar de no ser una historia lineal, o quizás precisamente por eso.

Me encantó la manera en que Juan Ricardo Martínez Ávila se arriesgó a contar la historia a partir de cartas, diarios, crónicas de las batallas, bandos del ejército invasor, puntos de vistas de los invasores, cartas de un soldado a su hermano en Estados Unidos, pero sobre todo a través de la mirada atónita y desamparada de los personajes de los pueblos y municipios cercanos a Monterrey, la metrópoli, poblados a donde iba el invasor a saquear los graneros, dejar vacíos los establos, violar a las mujeres delante de sus esposos, hijos y hermanos, y asesinar a los hombres que se oponían a tan degradantes hechos.

El autor ha sido capaz de transmitirnos el ambiente de frustración, tristeza enorme y desamparo total que tuvo que acompañar ese momento histórico de México. Ese periodo histórico es conocido como la “Guerra del 47”, pero se extiende del 1846 al 1848 y es el tiempo de la invasión de los ejércitos expansionistas norteamericanos a México, su vecino sureño. No solamente afectó al norte, pues los invasores bombardearon Veracruz y ocuparon la ciudad capital, pero en el norte del país se esmeraron en sus notas de crueldad y fue notorio su impacto en los estados de Nuevo León, Chihuahua, San Luis Potosí, Tamaulipas y Coahuila. Esos pueblos no podían esperar ninguna ayuda de nadie pues en todo México se peleaba contra el invasor y reinaba la idea de que cada quien debía rascarse con sus propias uñas. El caos era generalizado, y el miedo también. Y como en toda guerra, las mujeres llevaron la peor parte.

Para mí que, como extranjero, hijo del Caribe, llegué a Nuevo León (a Monterrey, específicamente) y que conocí paulatinamente algunos de los pueblos y municipios del estado como lo son Marín, Apodaca, Linares, los Herrera, Candela, China y Los Ramones, me encantó recorrer esos lugares, esas comarcas, a lomos de los personajes de esta novela, más de ciento cincuenta años antes. Fue un magnífico viaje al pasado, algo que se agradece.

Por otro lado, la manera en que Juan Ricardo Martínez Ávila manejó los datos disponibles, los fragmentos de historias, los motivos de los personajes, dejó espacio para cierta forma de onirismo, de fascinación, de asombro.

El escritor Hallo Müller en “Apuntes para una definición de la novela histórica”, dice que “una novela histórica es una construcción perspectivista (que adopta un ángulo de vista determinado sobre la época novelada), estéticamente ordenada, de situaciones documentables, a caballo entre la ficción y la referencialidad, construcción dirigida por un determinado autor a un determinado público en un determinado momento”.

Por su parte, Fernando del Paso dice que toda novela es histórica por el hecho de hablar de una época y de un lugar, pues tiempo y espacio son los que determinan la historia y la realidad misma.

Según Wikipedia “La novela histórica es un subgénero narrativo que se configuró en el romanticismo del siglo XIX y que ha continuado desarrollándose con bastante éxito en los siglos XX y XXI. Utilizando un argumento de ficción, como cualquier novela, tiene la característica de que este se sitúa en un momento histórico concreto y los acontecimientos históricos reales suelen tener cierta relevancia en el desarrollo del argumento. La presencia de datos históricos en la narración puede tener mayor o menor grado de profundidad. También es habitual que este tipo de novelas tengan como protagonista a un personaje histórico real o ficticio a través del cual se desarrolla la ficción”.

Excelentes novelas históricas sabemos que fueron “Espartaco” de Howard Fast, “Yo Claudio” de Robert Graves, "¿Quo Vadis?" de Henrik Sienkiewicz, “Ivanhoe” de Sir Walter Scott, “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós, y “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar. Y a nivel de México podemos recordar: “Noticias del imperio” de Fernando del Paso, “Los de abajo” de Mariano Azuela, “Crónicas de la intervención” de Juan García Ponce, “El dios de la lluvia llora sobre México”, de László Passuth, “El corazón de Piedra verde”, de Salvador de Madariaga, y “El seductor de la patria” de Enrique Serna.

Para mí, “La guerra perdida” es una novela histórica en toda la extensión de la palabra, pues inquiere en el pasado de Monterrey, en su historia de vejación ante el violento vecino del norte, y trata de hacer una relectura de los hechos del pasado, aunque sea a partir de una gran historia de amor de sus dos personajes principales: Claudio Solís y Rita Benavides.

Durante toda la novela uno está con el alma en vilo, deseando que ellos, Rita y Claudio, los dos amantes desgraciados que han tenido que separarse en medio de una guerra, al final se reúnan de nuevo y el amor pueda vencer sobre las vicisitudes, la violencia y la muerte.

Claudio ha dejado a Rita encargada con unos ancianos desconocidos, en un rancho sin nombre, y no ha podido regresar por ella, y vive con el temor de que los invasores lleguen primero y la ultrajen y la maten, como suelen hacer. Uno se engancha en este temor y en esta ansiedad y camina la novela con el protagonista, entre miedo y descampado, siempre huyendo de los pueblos principales, perseguido por los invasores y también por el ejército mexicano. Pero el autor es tan generoso que, a pesar de hacernos sufrir hasta con las pesadillas constantes del personaje, nos concede el milagro, como dios providente: al final se realiza el deseado reencuentro entre Rita y Claudio.

Durante toda la novela, y en medio de la búsqueda, la guerra es el telón de fondo.

Deja un buen sabor de boca éste reencuentro final de los amantes y en las últimas líneas de la novela uno se da cuenta de los dos niveles a los que apunta el título de esta obra: a una guerra que lamentablemente se perdió, la guerra de los regios contra los invasores gringos, pero también a una mujer, a una amante, a la hermosa y joven Rita, un amor que pasó toda una guerra perdida, y que sólo al final es recuperada por su amado. Así que la novela también nos deja una nota de esperanza: no todo está perdido.

Me quedo, pues, con el buen sabor de boca de esta pequeña novela de Juan Ricardo Martínez Ávila, y me quito el sombrero ante su destreza narrativa y su trazo certero y profundo de los personajes. ¡Enhorabuena!